Artífices de Pilares Colgantes

La pujante y acuciante urgencia que habita en la búsqueda de la comprensión y entendimiento de la naturaleza del mundo está tan enraizada en el ser humano que, tal vez, sólo las radiaciones ahrimánicas [1] (que corresponderían a influencias que, según Steiner, emanan de fuerzas que impulsan el materialismo, la mecanización y la fragmentación del pensamiento humano) podrían dar conformación a los bloques que construyen una espesa barrera de ruido mental tan densamente colonizada por poluciones y entidades distractivas, alejando al hombre de su exploración de las dimensiones innatas y fundamentalmente religiosas en su ser; extraviándolo de su cruzada externa, reflejo de las indagaciones internas de su alma. La encarnación de Ahrimán, siempre presente, inevitable como la humanidad misma, puede ser confrontada a través de la internación en la emboscadura. Contemplando el mysterium tremendum, ensimismado por las vías apofáticas del bosque, es posible acceder a las tormentas heterogéneas que estremecen al alma, causándole el estrés necesario para romper con los delirios que contaminan la visión hacia las capas más profundas.

En el Homo religiosus, y según los diferentes grados de exposición a las poluciones que atraviesan y sobresaturan los distintos revestimientos que recubren los espacios de lo profano, mora una inclinación natural hacia lo sagrado y lo trascendente, inherente a la condición humana y manifiesta a lo largo de la historia; una búsqueda constante por dar sentido a su existencia y trascender los límites de lo mundano (búsqueda expresada a través de prácticas rituales, mitos y símbolos religiosos) y de las eternas leyes de hierro. También en él reside la experimentación de lo sagrado como una realidad que trasciende y transforma lo profano y lo cotidiano, la búsqueda de participación en realidades atemporales y eternas a través de rituales y ceremonias que lo conectan con el orden cósmico y divino, y también una revalorización constante de lo sagrado en contraposición a la secularización y la pérdida de lo trascendente en la sociedad moderna.

El ser humano deambula casi instintivamente en el mundo buscando hierofanías, buscando la inmensidad aún en espacios donde lo tremendo, el asombro, lo horroroso y la reverencia, en el sentido de lo numinoso, y lo sagrado no están presentes de manera convencional. Pero no sólo existe la búsqueda de la comprensión de la naturaleza del mundo: la búsqueda de la comprensión del mundo de la naturaleza se despliega frente al ser humano, desdoblándose frente a sus sentidos como una papiroplexia que se invierte para exhibir los ángulos de sus múltiples pliegues, llamándolo hipnóticamente a internarse en reinos donde dominan la incertidumbre y la heterogeneidad.

El excursionista iniciático, impulsado por esta búsqueda que es visceral-laberíntica y acéphalica pero que también incluye aspectos no-acéphalicos, tal vez no en la forma del surgimiento de la motivación a emboscarse y ser engullido por el húmedo, doloroso y espinoso abrazo del bosque, sino más bien a través del pensar y reflexionar respecto al trazado de su propio sendero de la búsqueda alquímica (su parte de la Magnum Opus — su propia transmutación posterior a su aniquilación en el crisol del bosque), se lanza a la exploración de los diversos recintos donde lo salvaje habita —o, mejor dicho, donde lo civilizado no habita, puesto que lo civilizado es una contracción dentro de lo salvaje—, para develar, experimentar y presenciar las hierofanías que pudieran presentarse ante él, hierofanías que incluso pueden desenvolverse en desafío de la realidad.

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El ecosistema del bosque valdiviano, ecosistema de gran biodiversidad que se encuentra en la región de los bosques templados lluviosos del sur de Chile y Argentina, posee una vegetación densa y exuberante, presentando árboles de gran tamaño (e.g., Nothofagus dombeyi, Laureliopsis philippiana, Weinmannia trichosperma, Fitzroya cupressoides, etc.) y también helechos arborescentes, arbustos y matorrales que contribuyen a la diversidad del dosel forestal, además de presentar un característico clima templado lluvioso, con precipitaciones abundantes durante todo el año. Esta altísima humedad y pluviosidad favorece el opulento crecimiento de vegetación y permite que se presenten condiciones idóneas para la ocupación de cierto nicho ecológico por parte de las briófitas.[2]

Los musgos mayormente verdes, rociados ornamentos característicos de la ecorregión vestida por el bosque valdiviano, tapizan los diferentes tipos de superficie que pueden distinguirse dentro de dicho ecosistema. Sus millones de hebras se entretejen en un suave y delicado telar que secuestra el agua entre sus recovecos, dando conformación a la fría y húmeda alfombra clorofílica de Prakriti. Estos parches informes y nebulosos de musgos, guiados por el impulso proveniente del plan arquetípico contenido en Purusha, aquel intelecto universal que impregna todos los aspectos de Prakriti, ofrecen, aún con sus estructuras simples, un lecho húmedo y esponjoso para que las semillas y los brotes de los árboles puedan asentarse sobre el manto de los bloques rocosos y posteriormente sostener la bóveda celeste. Esta alfombra no sólo se convierte en el maestro constructor de un ecosistema vertical, permitiendo que plantas mayores, como árboles, enraícen y se eleven hacia los cielos, sino que, además, tiene la facultad de soportar sobre sí a los pulmones del bosque siempreverde. Pequeñas semillas transportadas por el viento o por los pájaros encuentran un punto de apoyo entre el tejido de los rizoides — la metamorfosis alquímica desde una tímida capilla a una imponente catedral de pilares titánicos donde reside el Numen.

Estableciendo su dominio en los espacios disponibles en los intrincados y hostiles ensambles de las paredes rocosas graníticas, ásperas y agrietadas como los rostros de las deidades caídas en desgracia luego de la Titanomaquia, en las hoscas concavidades de la semblante rupestre del vestido ctónico de la antigua diosa, donde se esperaría que el paisaje, dada la dificultad ofrecida por el sustrato, debiera erigirse como una fortaleza natural contra la colonización de los árboles y arbustos, las briófitas emergen como artífices que, aunque discretos y rudimentarios en comparación a otras especies dotadas de estructuras anatómicas más complejas, resultan esencialmente vitales para el establecimiento de los pilares colgantes de las catedrales de celulosa, acaso hierofanías, que parecen desafiar la lógica y la gravedad. En este desafío a las leyes, en la introducción del Caos y en el conflicto frontal con los designios de la gravedad, también hay armonía con la Totalidad, y la sangre de Gea asciende por los candelabros yuxtapuestos en los pilares del rigor y la misericordia: la compasión desbordante y creativa, pero también el poder correctivo necesario para establecer límites, ordenar el caos y mantener el equilibrio en el Cosmos.

Sumergido en el tenebroso abrazo del entramado siempreverde, el excursionista alquímico se enfrenta no sólo a las fuerzas externas que azotan su cuerpo, sino a las fuerzas internas que lo arrastran hacia las profundidades más oscuras y primitivas de su alma. La porción de la biósfera que se extiende ante él, en su aparente caos y violencia primordial, es en realidad una manifestación de un orden subyacente que escapa al ojo no entrenado. Los musgos y líquenes que tapizan las rocas, además de decorar el paisaje, son silenciosos guardianes de un proceso de transmutación llevado a cabo en diferentes niveles organización. Al igual que las hebras del musgo desafían la aspereza del sustrato granítico para tejer sobre él una capa viva, el Adepto debe confrontar la dureza de su propio ser, permitiendo que su conciencia se moldee en el fragor del conflicto entre la luz y la sombra, pues en el musgo no reside solamente el sustrato para los pilares de la catedral de celulosa, sino también da origen a la tela que cubre al salvaje arquetípico. En la húmeda alfombra esmeralda que cubre y que se entrelaza y coexiste con las estructuras del bosque, el Adepto vislumbra la imagen oculta de la naturaleza primordial, esa que yace en la penumbra de la psique humana. Para Jung, en este salvaje arquetípico está simbolizada la parte primitiva, el lado inferior de la persona, el inconsciente en su aspecto peligroso y regresivo. El manto verde que se despliega sobre las aristas de lo existente se vuelve así una expresión tangible del enlace entre la conciencia y la inconsciencia, el vínculo entre la luz y la oscuridad, entre lo manifiesto y lo no-manifiesto — un puente entre lo material y lo inmaterial, entre lo corpóreo y lo etéreo. Es en este crisol de tensiones donde el musgo se erige como un guía silencioso hacia los misterios de Schatten, es decir, “la Sombra”. Los artífices de los pilares también son artífices de la conexión con la Sombra, necesaria para el proceso de individuación, que busca la totalidad y la integración de todos los aspectos del ser, un refugio donde el Adepto confronta la rudeza de su esencia no domesticada: el portal hacia lo irracional, hacia ese abismo en el que la psique se desnuda y se enfrenta a su propia oscuridad. La integridad del ser no se encuentra en la represión de lo oscuro, sino en la aceptación y integración de lo desconocido.

Internado en el pasaje dibujado por las entrañas del bosque, donde el arquetipo del salvaje se materializa en la Sombra y se funde con las fuerzas primigenias que han modelado la existencia desde tiempos pretéritos, el Adepto recibe los reflejos implacables del Numen, pero también es azotado sin clemencia por los latigazos de la heterogeneidad, los que erosionan su ser de las convenciones que lo atan a lo homogéneo. En las entrañas del bosque, las leyes que rigen el mundo humano se disuelven miserablemente, y las luces de la civilización no penetran. Lo que en la civitas apreciamos como rígido e inmutable se revela en este espacio salvaje como transitorio, mutable, nada más que un simple velo que cubre y disimula la vasta Realidad y la disfraza, de manera de hacer más soportable la existencia. Las fuerzas ctónicas, simbolizadas por el paisaje rugoso y aparentemente inhóspito, surgen ante el Iniciado como una representación de la maternidad primordial de Gea, cuya sangre fluye en silencio a través de las arterias y venas ocultas de la Tierra, levantando los pilares de las catedrales vivientes que desafían la atracción ejercida por la misma Tierra. Las briófitas, modestos colonizadores del mundo mineral, son metáforas vivientes del proceso alquímico que transforma lo primitivo en lo sublime.

En la emboscadura, exhausto y perdido entre los elementos e indefenso de los marcos y estructuras que brinda la seguridad de la civitas, es cuando la Anarquía — el abismo de la liberación de las ataduras impuestas por la civilización — se muestra ante el excursionista alquímico, convertido en artífice de su propia ruina, empujándolo contra las olas que sacuden al ser, para que éste sea despedazado por la Realidad y renazca a partir de los misterios pulsantes de la Nigredo, el yunque orgánico donde el espíritu es forjado a golpes y refinado, liberado y despojado de sus impurezas a través del fuego del sufrimiento y la confrontación con lo desconocido, pues la verdadera transformación no es lograda mediante a través de la evasión o la negación, sino mediante la inmersión total en los misterios del ser y del Cosmos.

Notas.

1. Las radiaciones ahrimánicas pueden manifestarse de maneras diversas: promoción de la creencia en que sólo la ciencia materialista y empírica puede proporcionar conocimiento verdadero, conduciendo a la humanidad a considerar que las explicaciones mecanicistas del universo son absolutas; actitudes supersticiosas hacia la ciencia, aceptando ciegamente el conocimiento científico sin cuestionar su naturaleza limitada e ilusoria; visión del mundo estrecha y limitada a lo que puede ser medido y cuantificado, enfocándose exclusivamente en aspectos tangibles y racionales; formación de individuos altamente competentes en términos técnicos y utilitarios pero desconectados de otras dimensiones; aceptación de las construcciones científicas y tecnológicas como la realidad última, en lugar de reconocerlas como herramientas útiles aunque limitadas, enajenando a la verdadera naturaleza humana.

2. Las briófitas corresponden a pequeñas plantas terrestres no vasculares, careciendo de tejidos conductores especializados para el transporte de agua y nutrientes (no poseen raíces, tallos ni hojas verdaderas), y que crecen en ambientes húmedos y sombreados. Se reproducen a través de esporas y presentan alternancia de generaciones, con una fase gametofítica dominante. Presentan un ciclo de vida haplodiplobióntico, con una fase haploide (gametofito) y una fase diploide (esporofito).