Explorando los Reinos Místicos de la Iniciación de la Montaña: Ascetismo, Autorrealización y la Alquimia Transgresora del Dolor y el Sufrimiento

La pérdida de la dimensión sagrada del ser humano en la sociedad moderna se debe al abrumador imperialismo de la racionalización y moralización de la vida humana. La sociedad moderna ha marginado progresivamente lo sagrado en favor de valores racionales, productivos y utilitarios, lo que ha llevado a la represión de aspectos esenciales de la experiencia humana como el deseo, la violencia, entre otros. Esta implacable e incansable búsqueda de productividad y eficiencia en la sociedad moderna ha llevado a la supresión de lo irracional y lo sagrado, relegándolos al margen de la existencia humana. Por lo tanto, la exploración apofática (la búsqueda centrada en la descripción de lo divino o de lo absoluto mediante la negación de atributos, subrayando la incomprensibilidad y trascendencia de lo divino, pues el lenguaje y las conceptualizaciones humanos resultan insuficientes para describir adecuadamente la naturaleza de lo numinoso) de estos campos olvidados y proscritos podría permitir al ser humano adentrarse en los misterios, usualmente devaluados porque no encajan en marcos racionales y utilitarios, de los aspectos divinos.

El montañismo, el scrambling, el barranquismo y la escalada son ejemplos de actividades emocionantes que ofrecen una mezcla única de desafío físico y paisajes impresionantes, así como vistas donde se puede contemplar diferentes manifestaciones del mysterium tremendum. Estas actividades conllevan riesgos y adversidades inherentes: la fatiga extrema, que provoca angustia psicológica y destrucción del estado de ánimo, pero también puede dar lugar a accidentes, puede ocurrir en actividades de montaña; las condiciones meteorológicas impredecibles, que pueden cambiar rápidamente, llevan a cambios repentinos de temperatura y visibilidad, tormentas, frío extremo o avalanchas. Terrenos traicioneros, acantilados empinados, rocas sueltas y grietas pueden representar serias amenazas. Los escaladores, tanto inexpertos como experimentados, pueden encontrarse en situaciones peligrosas, luchando por progresar vertical y horizontalmente a través de difíciles pasajes. Las caídas son un riesgo constante, especialmente al ascender o descender pendientes empinadas. Los problemas relacionados con la altitud son comunes en la alta montaña: los niveles de oxígeno disminuyen a mayor altitud, lo que lleva al mal de altura, que puede causar náuseas, mareos y, en casos graves, edema pulmonar o cerebral.

Todas estas externalidades derivadas de las actividades de montaña engloban consciente e inconscientemente rituales y prácticas que implican abstención, prohibición y renuncia.1 El sufrimiento desempeña un papel importante en el desarrollo de la vida moral y espiritual del individuo; no es algo que deba evitarse o eliminarse, sino algo que puede transformarse en una fuerza capaz de favorecer a la autorrealización. A través de la experiencia del sufrimiento en la montaña, el alpinista iniciático puede llegar a reconocer sus propias limitaciones y debilidades.2

El carácter transgresor de las actividades de montaña no se limita solamente al ámbito físico, sino que se extiende al dominio apeirófobico de las dimensiones psicológica y espiritual de lo Desconocido. Paisajes tenebrosos construidos a partir de elementos de ilusión y miedo adornan las visiones interiores que se reflejan en las respuestas que el individuo presenta con respecto al entorno, incluso en la ignorancia del mismo. El escalador, en su persecución de la cumbre a través de experiencias heterológicas de violencia sagrada,3 desafía no sólo los obstáculos externos, sino también las barreras internas. El acto de enfrentarse a los propios miedos, dudas y limitaciones es una forma de transgresión sagrada, una danza rebelde con la naturaleza salvaje contra las limitaciones internas que impiden la autorrealización y encadenan al individuo.

La transgresión desempeña un papel crucial en la búsqueda alquímica de la autorrealización, que implica ir más allá de los límites impuestos por la sociedad y la moral, permitiendo a los individuos experimentar una sensación de libertad y plenitud y de conexión con lo divino que no se encuentra fácilmente en la vida ordinaria y cotidiana. Ésta es una forma de liberar el deseo y acceder a la dimensión sagrada de la existencia humana que ha sido reprimida por la sociedad moderna, permitiendo al caminante esotérico experimentar su verdadera naturaleza y su potencial más allá de las limitaciones impuestas.4 A pesar de su impactante esencia, esta transgresión no es una huida de la realidad ni una negación de la moralidad. Bataille (1957) sostiene que la transgresión debe ser consciente y responsable, y servir para afirmar la vida y la libertad en lugar de destruirlas. En este sentido, la transgresión es un medio de afirmar la vida y acceder a la dimensión sagrada de la existencia humana que ha sido suprimida por la sociedad moderna.

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En Meditaciones de las cumbres, Julius Evola ve en la montaña un símbolo de la búsqueda de lo trascendente, representando un punto donde resulta posible la conexión entre el mundo material y el espiritual. A través de la realización de prácticas ascéticas estados superiores de conciencia son alcanzados, estando conectadas con los lugares elevados al simbolizar la aspiración hacia lo divino. Por otro lado, estas prácticas se vuelven mecanismos para una conexión más profunda con la trascendencia y para alcanzar una mayor libertad interior: el individuo soberano que busca la trascendencia personal y la auto-maestría fuera de los límites trazados por las restricciones impuestas por la sociedad moderna. Alquimia ardiente de una revolución interior. Escalar una montaña requiere esfuerzos por sobre las capacidades usuales, y también requiere de una disciplina abrumadora y un combate constante contra las limitaciones personales, los deseos y las distracciones.

El ascetismo implicaría la superación del ego y la búsqueda de una realidad más elevada, no obstante, dicha superación del ego implicaría un amargo proceso riguroso, despiadado e interminable de destrucción individual, lo que dista bastante de las soluciones fáciles ofrecidas en el mercado espiritual. La montaña, por tanto, se convierte en un lugar donde el asceta puede alejarse de las distracciones del mundo y concentrarse en su desarrollo. En las topografías de lo sagrado, las montañas son vistas como lugares donde se llevan a cabo ceremonias que otorgan al montañista iniciático —comprometido profundamente con las prácticas de transformación y disolución— el acceso a conocimientos ocultos y poderes superiores.

En las inmersiones apofáticas transcurridas en el aura de desamparo e insignificancia propia de lo que proyectan las montañas sobre el ser humano, el tiempo profano se transforma en un tiempo sagrado. Así, las prácticas ascéticas que se llevan a cabo en la montaña permiten a los iniciados trascender la temporalidad y acceder a realidades más profundas. En la cima de la montaña, apartado de las distracciones, donde los vientos soplan con inclemencia azotando al montañista iniciático con ráfagas de violencia heterológica, el tiempo de lo cotidiano se vuelve difuso y lo profano se diluye como partículas de nada, y lo desconocido de lo eterno se torna menos lejano: inalcanzable, pero al menos visible.

Incluso en la realización de expediciones de carácter grupal, las montañas son espacios contraccionarios dentro de la bóveda celeste que ofrecen la soledad que se requiere para la exploración de las profundidades interiores. Sumado a lo anterior, la experimentación de severas prácticas ascéticas como el ayuno, el cansancio extremo, la respiración dificultosa y dolorosa y la exposición intencional y consciente a las inclemencias del tiempo, causan efectos devastadores sobre los depósitos dejados por el extensivo sometimiento a las radiaciones ahrimánicas — erosiones producidas por vientos orográficos que purifican la corteza mortal del peregrino alquímico.

El simbolismo del ascenso y el descenso está profundamente arraigado en el inconsciente colectivo, reflejando patrones arquetípicos de transformación mítica. En el ascenso, el escalador avanza hacia los cielos, trascendiendo el ámbito terrenal y alcanzando lo divino. En el descenso, regresa al dominio terrenal, transformado y renovado. Este movimiento cíclico refleja la eterna recurrencia, el ciclo perpetuo de vida, muerte y renacimiento. Diferentes procesos de naturaleza catabática y anabática interactúan alquímicamente para moldear, incinerar y transubstanciar al peregrino en una mezcla de cenizas, barro y sangre. La montaña, como campo de batalla simbólico, es testigo de la insurgencia del individuo contra el rebaño y también contra las convenciones de la homogeneidad, un choque entre la voluntad autónoma y las presiones sociales y conformistas. Es su propia individualidad la que es desafiada por sí misma, desatándose el combate entre la voluntad y el deseo: mientras que la primera comprende el propósito esencial del Iniciado, la misión escondida entrelazada en las hebras de los hilos de la red de Wyrd como un leitmotiv que se revela en concordancia al avance del autoconocimiento, el segundo se remite a los anhelos e impulsos efímeros y superficiales, frutos emergentes de lo temporal y lo finito que desvían al peregrino del camino trazado para su cruzada. En este ascenso rebelde, el caminante se enfrenta no sólo a los desafíos externos, sino también a las sombras internas, a una confrontación deliberada con las fuerzas caóticas de su interior — es el abrazo voraz y radiactivo del Fuego Oscuro que arde en el corazón sangrante del peregrino.

 

Dentro de los aspectos místicos de la iniciación de la montaña, se encuentra el crux. La encrucijada se convierte en el corazón de la prueba iniciática, un punto de confrontación transgresora en el que el escalador se enfrenta a sus miedos y limitaciones más profundos. Es una muerte simbólica, una rendición del viejo yo, que allana el camino para un renacimiento—un Homo religiosus conectado a las violentamente sagradas fuerzas de la naturaleza. En el crisol alquímico del dolor, el sufrimiento y la confrontación con la encrucijada, el escalador iniciático experimenta una profunda transformación. Las experiencias místicas y místicas del dolor5 conducen al caminante iniciático por senderos en los que explora aspectos ocultos de sí mismo que abren su percepción —por vías poco ortodoxas— a otras formas de conocimiento. Es aquí donde se encarna como chamán,6 sumergiéndose en el laberinto del ascetismo de la montaña. Este camino hacia la autorrealización implica someterse a intensas experiencias espirituales y transformadoras, que a menudo incluyen visiones, sueños y encuentros con, en aras de la comprensión, entidades espirituales. A través de estas experiencias, el chamán adquiere una comprensión más profunda de las dimensiones espirituales de la existencia y de su propio lugar dentro del cosmos.

La aflicción atormenta el alma y pulveriza los ornamentos de homogeneidad que han colonizado al individuo, como una enredadera que crece y asfixia a un árbol y le ofrece la posibilidad de acceder sólo a una parte del espectro electromagnético. La montaña, antaño un formidable adversario de proporciones ciclópeas, se transforma en una deidad benévola: una hierofanía que revela lo sagrado en lo ordinario. Cada agarre, cada movimiento, cada pulso acelerado se convierte en un himno a lo divino dentro y fuera, un cántico al monumento al mysterium tremendum et fascinans.

Este viaje iniciático se desarrolla como una rebelión antinómica—una aceptación radical de los elementos heterólogos que perturban la homogeneidad de la existencia cotidiana en la realidad mundana. El deambulante alquímico participa voluntariamente en la catastrófica colisión entre lo sagrado y lo profano, entre lo natural y lo construido. Esta inmersión deliberada —la experiencia apofática— en lo divino inefable, aunque monstruoso  se convierte en una transmigración kenótica, un vaciado del yo para abrazar los reinos sutiles que yacen bajo la superficie de las capas artificiales. Al destruir lo ilusorio, en esta prueba de fuego abrasador la Realidad se purifica al igual que un mineral se limpia de las capas de impurezas que se han acumulado en él una y otra vez.

El ascetismo de la iniciación de la montaña no es una resistencia pasiva, sino un rechazo consciente de lo superfluo—un despojamiento de los condicionamientos sociales para redescubrir la simplicidad bruta de la existencia. El caminante, en comunión minimalista con la naturaleza, redescubre la esencia de la vida y la muerte, enfrentándose únicamente a los hechos esenciales de la existencia. El ascetismo inherente en las pruebas del barro, la suciedad, la ventisca y el hambre —el sufrimiento frenético que vacía la cáscara mortal— es un despojamiento deliberado de las capas sociales y de la moralidad—un retorno a lo primigenio, una comunión salvaje con la naturaleza interior.

El dolor y la fatiga se convierten en crisoles alquímicos, transmutando el metal base del alma humana en oro espiritual para preparar al Adepto para la presencia de lo Numinoso. El vagabundo iniciático, como el adepto alquímico, comprende que la verdadera transformación requiere la disolución del ego y una danza con las fuerzas caóticas e incontrolables de la naturaleza. Los torbellinos Acausales azotan los monolitos de lo Causal, rompiendo el dique que contiene temporalmente las visiones de lo extático, lo que permite al vagabundo esotérico acercarse a una especie de salón místico donde puede ahondar en las visualizaciones del Vacío, allá abajo donde la composicionalidad se funde con la nada.

En esta danza sagrada con la montaña y sus peligros omnipresentes, el iniciado se convierte en un recipiente para lo sublime, un conducto para las fuerzas inefables que buscan desesperadamente gobernar el cosmos. La ascensión, la lucha y el triunfo ante la encrucijada se convierten en una búsqueda de lo divino interior y exterior. La montaña, como axis mundi, se erige como testigo mudo de este drama sagrado, invitando al peregrino a ascender (o a descender, por ejemplo, en disciplinas como la espeleología o el barranquismo), a enfrentarse y a transformarse. O a destruirse a sí mismo, haciéndose uno con la sombra informe al regresar al vientre oscuro de la No-dualidad.

Notas.

1 De acuerdo a Durkheim (1912), las prácticas que implican torturas autoinfligidas se centran en la separación de los elementos profanos o impuros para acercarse a lo sagrado o divino. El culto negativo implica acciones como el ayuno, la abstinencia y otras formas de abnegación destinadas a purificarse y mantener la distancia con lo que se considera impuro o profano en el contexto religioso. Estas prácticas suelen verse como un medio de prepararse para participar en el culto positivo, que implica rituales activos de culto y adoración.

2 En opinión de Durkheim, la transformación del sufrimiento en una fuerza positiva para la autorrealización y el crecimiento moral requiere cierto grado de disciplina y autocontrol. Para él, los individuos deben aprender a soportar el sufrimiento sin sentirse abrumados por él, y deben desarrollar la capacidad de canalizar su dolor y sus penurias hacia la acción constructiva.

3 El excedente de energía que se expresa en actos extremos, rituales violentos o experiencias límite que trascienden las normas y limitaciones sociales es inherente a la naturaleza humana y está relacionado con lo que Bataille (1957) denomina «gasto improductivo» de energía.

4 Por ejemplo, en la sociedad contemporánea, el mayor énfasis en la higiene ha llevado a matizar la percepción de las actividades al aire libre, a menudo ensombreciendo las experiencias que implican ensuciarse, a pesar de su romanticismo inicial por su conexión con la naturaleza. La obsesión cultural moderna por la limpieza, impulsada por preocupaciones sanitarias y estéticas, ha creado una dicotomía en la que las actividades al aire libre se celebran por su belleza natural pero se rechazan si implican suciedad—la estética condenada/apocalíptica relacionada con la heterología. El miedo a los gérmenes y la búsqueda de una apariencia prístina han contribuido a la percepción de que la suciedad es indeseable, eclipsando los beneficios potenciales de estas actividades e incluso de la suciedad como medio para reforzar el sistema inmunológico.

5 En algunas tradiciones, el dolor se utiliza como forma de penitencia o purificación. Por ejemplo, en algunas prácticas ascéticas, los individuos pueden infligirse dolor a sí mismos mediante el ayuno, la flagelación o la autolesión para purificar su alma o acercarse a lo divino.

6 El proceso de convertirse en chamán suele implicar un periodo de iniciación, durante el cual el individuo se somete a un riguroso entrenamiento, que a menudo incluye pruebas físicas, ayuno y aislamiento. Se cree que estas experiencias facilitan el crecimiento y la transformación espiritual del chamán, que adquiere una mayor conciencia de la interconexión de todas las cosas y la capacidad de navegar por los reinos espirituales.

Bibliografía.

Bataille, G. 1957. Erotism.

Durkheim, E. 1912. The Elementary Forms of the Religious Life