En una época donde surgen conceptos como cyberpunk, steampunk, scrappunk, stitchpunk y una larga lista que crece cada día, ideamos e idealizamos apocalipsis de diferentes escenarios, donde el ser humano lucha por sobrevivir, adaptándose al mundo que queda. Sin embargo, el mundo siempre es el mundo que queda. Un ánimo de conservar el mundo tal como está, o como suponemos que el mundo era en cierto momento idílico, nos empuja a una frustración generalizada debido al apego a las formas que consideramos correctas, inmutables, naturales. Y con ello, el masoquismo culturalmente primermundista inunda también al individuo, asumiéndose como ajeno al ecosistema y destructor del mismo, castigando su propia existencia como si su propia ontogenia hubiera sido responsable por los cambios realizados en el medio—una nueva versión del contrato social que por nacer ya lo aceptamos, pero una versión más autoflagelante: por el hecho de nacer somos culpables de todo el daño que ha hecho el ser humano al ecosistema. Un nuevo pecado original para sentirnos responsables por él.
Pero lo cierto es que el mundo es metamórfico, y el ecosistema también está en cambio constante, ajustándose a las condiciones. No existe un equilibrio natural, sólo pompas de jabón en constante tensión procurando su subsistencia, sin importar si la burbuja aledaña se revienta en el proceso. En efecto, en la constante lucha de las fuerzas que impulsan el posicionamiento de estas burbujas lo que mantiene al sistema ‘equilibrado’. No hay una perfección de diseño, sólo adaptación. La capacidad de resiliencia con la que enfrente una burbuja las perturbaciones ocasionadas por las demás marcará la diferencia entre existir y no existir, y entre ser y no ser.
El planeta nos sobrevivirá, y no hay manera en que el ser humano pueda destruir al ecosistema y quedarse solo en el mundo. Antes de que eso pudiera ocurrir, habría extinción: la nuestra.
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Cerca del lago Walden, ubicado en Concord, Massachusetts, Henry David Thoreau residió un par de años, lo que resultó en la escritura y publicación de su Walden; or, Life in the Woods, en 1854, una especie de inmersión filosófica que es entregada como un don por la cercanía de lo agreste, lo salvaje, lo burdo, la hojarasca, la humedad, los troncos podridos. En Walden, Thoreau se hundió en sí mismo, surgiendo no sólo una versión de sí más ecologista, sino también más radicalmente opuesta a la opresión. En Walden, Thoreau se hundiría en la emboscadura de la que Ernst Jünger hablaría más tarde, en 1951, en su Der Waldgang.
Walden es todos los bosques, es el Aleph, «es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos», como diría Jorge Luis Borges.
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Más allá de la connotación negativa inicial de la palabra, en el ‘punk’ se corporeiza lo contestatario, la reacción al mundo no sólo por ser lo que es y como es, sino también a la percepción de la realidad sobre el mismo mundo y cómo procedemos respecto de él ante nosotros mismos. Waldenpunk es contestar al masoquismo ecológico occidental con voluntad de vivir, mediante el internamiento en el bosque, lo salvaje y la anarquía, un consolamentum donde el aire húmedo nos lleva de vuelta al vientre ctónico primordial de Gaia. Magia práctica pero no para develar los misterios de la naturaleza, sino para perderse en ella primeramente en el viaje extático que se remonta a la religiosidad paleolítica cazadora-recolectora, para perderse posteriormente en uno mismo, en el viaje meditativo que Der Anarch realiza para posicionar su soberanía individual mirando hacia el futuro.