Citrinitas y Rubedo: Transmutación Alquímica Otoñal

En los bosques de la Patagonia, un par de fines de semana antes del solsticio que marca el comienzo del Invierno, la Alquimia de Pan, o la magnum opus del bosque, ocurre un evento que marca el punto culminante del Otoño: el cambio de color y posterior caída de las hojas de los árboles caducifolios. Otoño es la época en que reina momentáneamente el amarillo y el rojo/marrón entre las bóvedas de las catedrales de lengas, coihues y ñires.

A los pies de los pilares de la Catedral, a la sombra de la Misericordia y del Rigor, se lleva a cabo la putrefacción, etapa estrictamente necesaria en la magnum opus, pues el trabajo no puede completarse si alguna de sus etapas no está en concordancia con la plenitud. Las hojas se tornan amarillas y rojas y los bosques se vuelven marrones, para luego desprenderse de las ramas y acumularse en el sustrato. Ahí, en el suelo, en el rostro de Démeter, las hojas rojizas se van tornando negras, desintegrándose para alimentar, con su muerte, a la vida que se está gestando.

Ten cuidado, hijo mío, de pronto tropezarás con la feroz bestia negra del bosque. La putrefacción. [1]

HEXEN: El Bismuto. Nigredo, Albedo, Rubedo...

Aunque nigredo, albedo, citrinitas y rubedo son fases que se suceden una a la otra de manera lineal, a pesar de su orden pueden ocurrir todas sincrónicamente en distintos planos: en la Catedral, los procesos forman un entramado alquímico donde todas las fases ocurren simultáneas pero en diferentes aspectos y dimensiones. Así, la nigredo puede estar ocurriendo a ras del suelo mientras la albedo puede estar desarrollándose al interior de una semilla, al tiempo que la rubedo puede estar ardiendo de manera independiente a las otras, pero influyendo de manera indirecta en el despliegue de las fuerzas alquímicas desatadas en la Catedral.

Citrinitas y rubedo, no obstante, se hacen especialmente manifiestas en el clímax del Otoño, preparando la introspección de la Catedral. Es este instante cuando se da el punto de partida para que la Catedral se hunda en la oscuridad y el frío para que el vientre de la Madre sea el nicho donde habita la vida latiente pero expectante, el engendro palpitante que brotará en la Primavera.

El Adepto transitará en el bosque, esta vez, donde la muerte estará bajo sus pies, acumulándose en capas donde la división reina en la ruptura de las estructuras de las hojas, volviéndose irreconocibles en la medida que avanzan los días, disolviéndose en una masa casi homogénea, donde no se distingue la diversidad de sus componentes. En la catedral de árboles caducifolios, la pérdida de hojas mostrará el entramado desnudo de ramas y ganchos donde, al mirar hacia lo alto, ya sin las hojas que cubrían la bóveda, quedan a la vista las venas de la placenta del cosmos.

El anima huye del cuerpo muerto, haciendo un viaje a través del rizoma, preparándose para volver a él más adelante, cuando éste esté imbuido de nueva vida. Este viaje iniciático está encarnado por el senderista esotérico quien, internándose en el bosque, deja atrás su cuerpo muerto –como si se tratara de un doppelgänger– hipercivilizado, para retornar a lo salvaje y lo errante, para emboscarse entre los senderos laberínticos de la Madre.

Allí, en la Catedral moribunda, será puesto a prueba entre la putrefacción propia de la nigredo incipiente, pero también de la albedo surgida de Bóreas: la blanca nieve traída por el frío viento que anuncia el comienzo del Invierno. La plata transmuta en oro, y el excursionista-alquimista atestigua la boda química que en su vacuidad (o Muerte) permite la gestación de la Gran Obra, el fin del proceso de ennegrecimiento donde las imperfecciones de la materia son removidas. 

Nota.

1. El Libro de Lambspring, 1556