En los bosques de la Patagonia, un par de fines de semana antes del solsticio que marca el comienzo del Invierno, la Alquimia de Pan, la magnum opus del bosque, ocurre en un evento que marca el punto culminante del Otoño y que evoca a la esencia misma de la transformación: el cambio de color y la posterior caída de las hojas de los árboles caducifolios. Otoño es la época en que reina momentáneamente el amarillo y el rojo/marrón entre las bóvedas de las catedrales de lengas, coihues y ñires, donde cada hoja se convierte en un símbolo de la transitoriedad y lo efímero de la vida.
En el sustrato que se enreda con la materia orgánica y en donde están hundidos los pies de los pilares de la Catedral, a la sombra de la Misericordia y del Rigor, se lleva a cabo la putrefacción, esa etapa estrictamente necesaria en la magnum opus, pues el trabajo no puede completarse si alguna de sus etapas no está en perfecta concordancia con la plenitud. Aquí, en este sagrado espacio, recinto de lo numinoso, se manifiestan las polaridades del alma, como en el emblemático encuentro de los dos pájaros en el bosque, donde uno devora al otro,
“Figura VIII. He aquí dos pájaros, grandes y fuertes: el cuerpo y el espíritu; uno devora al otro. De nuevo, el cuerpo será colocado en el estiércol de caballo o en el baño para ser digerido por su aire propagado o por el espíritu separado previamente del cuerpo. El cuerpo se vuelve blanco por el trabajo, verdaderamente el espíritu se vuelve rojo por el arte. La obra tiende a la perfección de su naturaleza y así es preparada la piedra de los filósofos.” The Book of Lambspring, 1556
simbolizando la lucha y la unión de fuerzas opuestas. La transformación es un proceso cíclico que implica la existencia de estas polaridades, donde cada fase es esencial para el desarrollo del todo. Así, las hojas se tornan amarillas y rojas, frágiles y quebradizas, y los bosques se vuelven marrones, para luego desprenderse de las ramas y acumularse, de manera indiferenciada, en el sustrato. Ahí, en el suelo, en el rostro de Démeter, las hojas rojizas se van tornando negras, desintegrándose para alimentar, con su muerte, a la vida que se está gestando. Este proceso de descomposición y renacimiento es un reflejo sobre la necesidad de la muerte para dar paso a una nueva vida, un ciclo que se repite en la naturaleza y en el alma humana, donde cada final es un nuevo comienzo, una muerte iniciática, como el viejo Rey que, al ver a su hijo regresar, se transforma en un nuevo ser.
Figura II. Ten cuidado, hijo mío, de pronto tropezarás con la feroz bestia negra del bosque. La putrefacción. The Book of Lambspring, 1556
Aunque nigredo, albedo, citrinitas y rubedo son fases que se suceden una a la otra de manera lineal, a pesar de su orden pueden ocurrir todas sincrónicamente en distintos planos. En la Catedral los procesos forman un entramado alquímico donde todas las fases ocurren simultáneamente pero en diferentes aspectos y dimensiones, como diferentes sintonías dentro de la gran sinfonía de la magnum opus del bosque. Estas transformaciones son la manifestación del reflejo de un proceso interno, donde cada fase del ciclo alquímico se manifiesta tanto en el mundo exterior como en el interior del ser humano, en el microcosmos, mostrando la interconexión de todos los elementos en el proceso de transformación. En este sentido, la nigredo puede estar ocurriendo a ras del suelo mientras la albedo puede estar desarrollándose al interior de una semilla, al mismo tiempo que la rubedo puede estar ardiendo de manera independiente a las otras, pero influyendo de manera indirecta en el despliegue de las fuerzas alquímicas desatadas en la Catedral. En la etapa de la rubedo es donde el Adepto alcanza la perfección y la realización completa de la Gran Obra, la materia se transforma en oro, simbolizando la culminación de la purificación y la integración de las polaridades. En este estado de unión con lo divino, el Adepto experimenta una profunda conexión con las tramas de lo sutil y la verdad última, donde el ciclo de la vida y la muerte se entrelazan en un abrazo eterno.
La rubedo no sólo representa una transformación en relación a lo material, la metamorfosis de la materia prima, sino también el acceso a estados más elevados—ajenos a la esfera de influencia del mundo moderno—y un profundo entendimiento de la naturaleza del ser y también de lo creado. En los bosques de la Patagonia, la Alquimia de Pan se convierte en un recordatorio: en cada frágil hoja que cae, en cada ciclo que se cierra sobre sí mismo, hay una promesa de renacimiento, un eco de la eterna danza entre el espíritu y la materia, donde cada transformación es un paso más hacia la realización. Esta danza, no obstante, no es de la insulsa y tibia pasividad promovida por la caterva de profetas de autoayuda que saturan los paisajes sociales de Occidente, sino que se asemeja a un torbellino donde el éxtasis descarnado se despliega con devastadora refulgencia.
En citrinitas, la etapa dorada en el arduo viaje del Adepto, que se alza como un faro que perfora en la penumbra del alma, la luz comienza a danzar contorneándose sobre la materia purificada. En este estado, la esencia ha atravesado la nigredo, la oscura putrefacción que engulle lo vetusto, emergiendo en la albedo, la blancura resplandeciente que refleja la pureza del ser. En la citrinitas, la materia se ilumina como el oro que brilla en la fragua ardiente de la magnum opus. En este momento fundamental, el Adepto, como el Rex Nemorensis1que ha recuperado su reino, se enfrenta a la muerte y la resurrección: la muerte de lo viejo para dar paso a lo nuevo, experimentando una transformación profunda. Al enfrentar el rostro de su propia mortalidad, el Rey adquiere una visión más clara respecto de lo que lo rodea—de la vida, de la muerte y del renacimiento. La citrinitas es el puente que sirve de enlace para unir las polaridades, donde el cuerpo y el espíritu se entrelazan en un abrazo sagrado, permitiendo que el Adepto se acerque a la verdad divina. Así como los dos pájaros en el bosque, que son uno y a la vez dos, el Adepto se encuentra en la danza de la integración, donde la luz y la oscuridad se entrelazan en un juego eternamente repetido.
“Figura VII. Se habla de dos pájaros en el bosque cuando debe comprenderse solamente uno. Mercurio, casi siempre sublimado, es fijado, por fin, con objeto de que ya no pueda huir y volar por la fuerza del fuego; en efecto, la sublimación debe repetirse cuantas veces sea necesario, hasta que aquél quede fijo.” The Book of Lambspring, 1556
Al interior del bosque sagrado, el espacio en donde el mysterium tremendum es presenciado a través de la experiencia con lo numinoso, se produce un encuentro con lo irracional, un estremecimiento visceral que excede el entendimiento. Las formas de las hojas, ramas y árboles provocan susurros cuando el viento roza sus contornos, las sombras juegan con la luz, y el Adepto, al aventurarse en la emboscadura, se convierte en el guardián de un reino que ha sido reclamado por la muerte y por la renovación. Al igual que el Rex Nemorensis, quien debe ser sacrificado para que la vida florezca, el Adepto comprende que su propia transformación requiere un sacrificio, una entrega acéphalica a las fuerzas heterológicas que lo rodean y que reducen la artificialidad a escombros.
De la misma manera a lo que ocurre en el ritual del rey sacrificado, el Adepto se enfrenta a su propia muerte simbólica—un descenso katabático a las profundidades de su ser, ahí donde las sombras de sus miedos y deseos se manifiestan. En la oscuridad del viaje, el Adepto indaga en dimensiones contradictorias, un juego de vida y muerte que lo lleva a la comprensión de la verdad que surge desde la aceptación de la dualidad. En el corazón del bosque, donde la vida y la muerte son entrelazadas, el Adepto se transforma en el Fénix2renacido a partir de sus cenizas.
En el clímax del Otoño, cuando la naturaleza se prepara para la introspección de la Catedral, la citrinitas y la rubedo se hacen manifiestas en su máximo esplendor. Es en este instante que la Catedral se sumerge en la oscuridad y el frío, convirtiéndose en el vientre de la Madre, un nicho sagrado donde la vida latente pero expectante espera su momento. El engendro palpitante, como el Fénix que renace de sus cenizas, aguarda la llegada de la Primavera, el tiempo de la resurrección y la plenitud.
El Adepto, en su travesía por el bosque, caminará sobre la muerte que se acumula bajo sus pies, en capas donde la división se desdibuja y la ruptura de las hojas hacen que éstas, volviéndose irreconocibles en la medida que avanzan los días, disolviéndose en una masa homogénea donde no se distingue la diversidad de sus componentes, se convierten en un recuerdo irreconocible, indiferenciado. En la catedral de árboles caducifolios, la pérdida de hojas revela el entramado desnudo de ramas, donde, al mirar hacia lo alto, ya sin las hojas que cubrían la bóveda, quedan a la vista las venas de la placenta del cosmos, el enraizamiento en la bóveda celeste. Este proceso de descomposición y transformación es un reflejo de la naturaleza misma, un espejo del viaje interno del excursionista iniciático, donde cada elemento está interconectado y cada ciclo de muerte y renacimiento es esencial para el equilibrio del todo.
El anima huye del cuerpo muerto, haciendo un viaje a través de las innumerables fibras del rizoma, preparándose para volver a él más adelante, cuando éste esté imbuido de nueva vida. Este viaje iniciático está encarnado por el senderista esotérico quien, internándose en el bosque, deja atrás su cuerpo muerto—como si se tratara de un doppelgänger—hipercivilizado y aséptico, para retornar a lo salvaje y lo errante, para emboscarse entre los senderos viscerales y laberínticos de la Madre. Este proceso de separación y retorno es fundamental en la búsqueda de la verdad, donde el Adepto debe atravesar las fases de transformación—como ordalía por putrefacción— para alcanzar la plenitud.
Allí, en la Catedral moribunda —en el corazón del bosque donde los dos pájaros, uno blanco y otro rojo, se entrelazan en un abrazo mortal—, el Adepto, observando cómo la esencia de la vida y la muerte se entretejen como parte de un ciclo eterno, será puesto a las pruebas de la putrefacción propia de la nigredo incipiente, pero también de la albedo surgida de Bóreas: la blanca nieve traída por el frío viento que anuncia el comienzo del Invierno. El Rey del Bosque que ha recuperado su reino, pero también tuvo que conquistar sus propios dragones internos, pues el sacrificio del viejo rey da paso al renacer del hijo. La naturaleza, actuando como un espejo del proceso interno del Adepto, reflejará su lucha y transformación. La plata transmuta en oro, y el excursionista-alquimista atestigua la boda química que en su vacuidad (o Muerte) permite la gestación de la Gran Obra, el objetivo del proceso de ennegrecimiento donde las imperfecciones de la materia son finalmente removidas de ella.
Notas.
1 “Si reinó, no fue en la ciudad, sino en la espesura de la selva. Tampoco su título, rey del bosque, permite suponer fácilmente que hubiera sido siempre un rey en el sentido general de la palabra. Más bien parece que fuera un rey de la naturaleza y de un departamento especial de la naturaleza, principalmente de los bosques, de quienes tomó el título.” Frazer, J. The Golden Bough
2 «El verso [Una devora a la otra, y la consume; ambas, empero, se transforman en blancas palomas, de la paloma nueva nace un Fénix que repudió la negrura, el hedor y la muerte, a fin de emprender así una vida nueva (Figura VIII, The Book of Lambspring)] indica que éstas se transforman en palomas blancas y se convierten en un Fénix. Así, en esta etapa, las polaridades luchan, se absorben mutuamente y renacen en una nueva forma. McLean, A. “A Threefold Alchemical Journey Through the Book of Lambspring.” The Hermetic Journal 1986