(…) et tout serait visiblement lié si l’on découvrait d’un seul regard dans sa totalité letracé laissé par un fil d’Ariane, conduisant la pensée dans son propre labyrinthe. — G.B.
Adentrarse en el bosque, esto es, emboscarse, conlleva más que la contemplación de la naturaleza y lo salvaje; exploraciones de carácter superior e inferior que demandan de las distintas dimensiones del ser. Adentrarse en el bosque, por tanto, no trata sólo de la observación de los grandes árboles que se alzan desde la superficie buscando lo alto ni de la percepción de las eufonías y cacofonías presentes, sino también de la celebración de lo escatológico (en todas sus acepciones: por un lado, la celebración de los desechos orgánicos, la suciedad, hundirse en el barro y excretas de la biota (es decir, σκατός) y, por el otro, la bienvenida a lo que viene más allá (ἔσχᾰτος), a la trascendencia a la que se llega por medio de un paso obligatorio por la nigredo — nuevamente, escatología excretal), de la martirización de lo civilizatoriamente aceptado a través del castigo del cuerpo adaptado a la vida urbanizada y homogénea.
La catedral de celulosa no es sólo un espacio donde el Adepto se ve sometido a una prueba constante de una mantención adecuada del equilibrio entre el rigor y la misericordia, de la cual debe salir triunfante entre la atracción y el temor sino, además, cuenta con una dimensión más siniestra y oscura: un plano donde el acceso es logrado por medio de lo visceral, de lo acéphalico — donde se va más allá del conocimiento y se indaga en lo irracional, pues es necesario, de forma figurada y simbólica, decapitarse, y también hundirse en lo inconsciente para acceder a la oscuridad.
Para el que vive dentro del marco de la civilización, ir al bosque significa hacer una excursión, esto es, salir desde un lugar hacia uno que resulta extraño para el cotidiano; pero el Adepto también realiza una incursión, adentrándose no sólo en el bosque sino en sí mismo, un viaje dentro de sí a través del laberinto. En él, por medio de la pérdida de la cabeza, i.e., la razón, se sumergirá en lo inconsciente, ese claro lunar donde el sol no reina sino los intestinos, en donde yace la clave para adivinar el futuro.
Laberíntico como las vísceras, el bosque presenta una serie de pruebas que ponen en jaque a la razón y esconden la luz de quien se aventura a entrar al corazón del megaron, el gran salón de la catedral de celulosa: enredaderas llenas de insectos y hongos, densos matorrales, telarañas, arbustos que impiden el paso, troncos podridos, espinas que perforan la carne, plantas urticantes, nieve, diferentes tipos de barro, chillidos, raíces, son sólo una parte del carnaval de flagelaciones que atormentan el cuerpo del que se sumerge como humano y emerge como animal.
La transmutación acéphalica desemboca en teriantropía, pues al festejo del claro lunar — donde danzan las bestias — no puede accederse desde lo humano. La hibris, cual ilusión humana de lo divino, se esfuma entre las hojas podridas mientras el viaje toma una dimensión vertical pero no hacia arriba como se esperaría del afán prometeico, sino hacia abajo, hacia el subsuelo, hacia el bautismo del inconsciente entre el barro y la humedad. Emplazado en el megaron, el gran salón del culto a los dioses ctónicos, y frente al bomos, el excursionista iniciático entrega como sacrificio su cabeza, es decir, la razón, que es devorada y pulverizada por el laberinto.
El ser humano, entonces, desprendiéndose de su cabeza, la reemplaza con una cabeza de animal, sepultando así a la razón en el Abismo, en el laberinto donde todo se desintegra, donde reina el Minotauro — en el que puede convertirse si retrocede hacia dentro, hacia las vísceras, hacia la animalidad primigenia y húmeda. El cuerpo se reduce a la materia prima de la que surgió originalmente; al igual que la tierra negra en la alquimia, que se cierra en un recipiente o matraz y se calienta, el excursionista es sometido y sacudido por el oleaje ctónico, forzando a la bestia a manifestarse y desgarrar la piel humana.
Post-sacrificio lunar, vuelto una criatura movida por fuerzas dionisíacas, el Adepto celebrará la unión de su animalidad — la transformación de su ser a través de su deshumanización rumbo a la teriantropización — con el templo laberíntico, entregándose jubiloso a la martirización del barro, de la suciedad, de la oscuridad — al sacrificio mismo de su ser, dejando su ropaje racional abandonado en el humus (nigredo), para volver a la civilización sin encontrarse a sí mismo en ella.
Aunque conozcas el sendero de retorno, piérdete en el bosque.