A medida que el hombre ha concentrado sus actividades cotidianas —y, con ello, también su dependencia para la satisfacción de sus necesidades vitales— en la civitas, relocalizando su experiencia de la realidad desde el orden caótico que reside y engendra a la Catedral de Celulosa hacia los templos ahrimánicos de hormigón y revestimientos que adornan el habitáculo humano, sustituyendo los pilares de la Catedral usando utensilios para cortarlos y aprovecharlos, o bien sencillamente utilizando el fuego para barrer con el caos de la naturaleza e introducir orden del ser humano, ha ido creando capas sustitutorias para los misterios dionisíacos. Estas capas se van sobreponiendo progresivamente para sepultar, de forma no necesariamente intencionada, a aquello que da origen al misterio pero que colinda peligrosamente con lo salvaje, revistiendo —a la oscuridad primigenia y numinosa desde donde grita el vacío— con espejismos y delirios que enmascaran lo áspero y ocultan lo acéphalico.
Estas complejas construcciones surgidas producto del impulso prometeico en el ser humano, cuyo objetivo es sustituir lo salvaje y lo heterogéneo —id est, el caos—, y que han ido desarrollándose a través de una multiplicidad de formas a lo largo del tiempo, ofrecen experiencias que residen dentro del celoma del caos organizado como una forma de reemplazar la incontrolabilidad y espontaneidad de la naturaleza salvaje, otorgando vías socialmente (esto es, enmarcadas en el proceder de lo humano frente a sus pares) seguras de satisfacción para el animal que habita dentro del hombre. No obstante, estas experiencias son impactadas frenéticamente por las tormentas de lo heterogéneo[1], agregando un peligro amenazante no sólo para la integridad física de quien se sumerge en la experiencia, sino también para la stasis de aquél que experimenta el viaje, pues las radiaciones de lo heterogéneo pueden ocasionar que se disparen manifestaciones del alma que podrían revelarse como expresiones de carácter daimónico — contrarias al statu quo.
El bosque, como santuario devenido de lo heterogéneo e irracional, donde lo numinoso se hace presente y, por tanto, el espacio se vuelve —o, mejor dicho, se expresa como— residencia de lo terrible y pavoroso, se torna en un destructor del statu quo engendrado por las diferentes máscaras en las que se presenta el mundo moderno. Erosionando las capas de espejismos para revelar el verdadero ser y sus facultades —provocando, con esto, una rectificación de las jerarquías emergidas desde el caos—, las radiaciones de lo silvestre diluyen las estratificaciones conformadas para distraer al ser humano del espanto que es inspirado por el oscuro abismo donde mora el Numen. Removiendo lo pulido se puede hallar la piedra oculta.
Encontrándose abandonado a sí mismo más allá de las fronteras del orden artificioso y, por tanto, sumido en la atmósfera desbordada y sin forma de lo salvaje, el ego se enfrenta inevitablemente con el miedo a la muerte, y en un combate febril contra las monstruosas imágenes daimónicas (que es como entiende el ego a lo que está más allá de los dominios de la homogeneidad) intenta desesperadamente nublar la visión de la realidad para mantener secuestrada a la mente dentro de los parajes ofrecidos y edificados por el statu quo, de manera que el alma no abandone el perímetro de la cultura, de lo homogéneo que surge cuando retrocede el anárquico mar del caos.
En la emboscadura, el Alma activa un proceso que disipa traumáticamente la intoxicación que ha sufrido su periferia producto de las miríadas de delirios y espejismos que se han acumulado superponiéndose sin cesar en las fronteras antes inexistentes. Esta disipación traumática, que ‘castiga’ con severidad al individuo que decide internarse en la Catedral para recibir el bautismo alquímico del mysterium tremendum que habita en el bosque, no es sino una forma de violencia sagrada[2] en la que el misterio dionisíaco se revela ante el Adepto decapitándolo espiritualmente, puesto que dichas dimensiones presentes en el velo del mysterium resultan insondables si no son descifradas por medio de las claves inscritas en la eucaristía acephálica celebrada por el laberinto visceral palpitante y el corazón ardiente y eufórico que contempla la pavorosa majestuosidad de la naturaleza silvestre y descarnada. De esta manera, el castigo físico y mental que experimenta el excursionista iniciático tiene un carácter ritual,[3] siendo traducido como un consolamentum requerido para la purificación de la materia contaminada por los residuos del mundo — la aniquilación de las convenciones sociales que invisibilizan la tormenta feral de la heterogeneidad absoluta de lo numinoso.
Lo salvaje, a primera vista dentro de la visión habituada al mundo moderno, parece reducirse sencillamente a diferentes formas proyectadas desde las dimensiones de lo instintivo, siendo comprendidas comúnmente bajo las apariencias y los diferentes grados de las manifestaciones del sexo y la violencia — el reino donde Dionisio en realidad no reina, puesto que ‘reinar’ está asociado con mandato y control, por lo que lo feral se desenvuelve al interior del vacío moviéndose en todas las direcciones, rompiendo el molde de lo que trata de contenerlo, tenerlo prisionero y controlarlo, al igual que el enfurecido Fenrisúlfr se sacude y retuerce desesperadamente para poder romper las cadenas que lo atan y encuadran al orden establecido.
Lo dionisíaco no comprende, entonces, sólo los diferentes aspectos manifiestos (y comprendidos por el ser humano) a través del sexo y la violencia, sino todo el universo donde lo primordial y tremendo se revuelca con un hambre insaciable: lo que se escabulle por debajo, por encima y entremedio de las fronteras del orden y el statu quo. Por tanto, el mundo de los sentidos se abre y expande más allá del reino de sombras emergido y permitido por el Orden: enterrar los dedos en el húmedo y séptico barro cual ceremonia escatológica de la nigredo (sin pensar en el contenido de la sustancia sino en cómo ésta se percibe en la piel), permitir que el rostro sea bañado por el agua de la lluvia y que también sea cubierto hojas y por la suciedad que cae de los árboles (emulando al rostro del Hombre Verde), entregarse a la materia orgánica del suelo en cada caída, sin temor a vestir las huellas de lo que el bosque ha cobrado en cada uno, acostarse y mirar los cuerpos celestes que se muestran entre las copas de los árboles hasta perder la consciencia y hundirse en el abrazo de Nuit, señora del cielo estrellado, y otras diversas experiencias donde la euforia y el éxtasis permean el cuerpo y alma del caminante alquímico.
Despojarnos de todas las preguntas para que podamos alcanzar un conocimiento desnudo de ese Desconocimiento y que podamos empezar a ver la Oscuridad superesencial que está oculta por la luz que hay en las cosas existentes.
— Διονύσιος ὁ Ἀρεοπαγίτης
Notas.
[1] La heterología aborda la violencia y la agitación de los excesos sagrados y profanos, pero no para integrarla útilmente en un sistema: preocupada por lo que está ‘resueltamente situado fuera del alcance del conocimiento científico’, se opone a las apropiaciones de la ciencia y la filosofía. No se trata ni de limitar ni de asimilar el carácter de elementos heterogéneos, ni de devolver lo otro al sistema o a la inmovilidad, sino de seguir las energías desequilibradoras hacia una expresión de ‘los impulsos que exigen hoy la Revolución ardiente y sangrienta de la sociedad mundial’. Fred Botting and Scott Wilson (eds). 1997. The Bataille Reader. Blackwell Publishing.
[2] Bataille lleva la idea más lejos a través de la comprensión de la «voluntad al poder» y la denomina violencia, dotando a la categoría real de sentido ontológico y otorgándole un lugar en el ámbito sagrado (sacré), identificándola con lo trascendental. La violencia que se ejerce contra uno mismo, teniendo el carácter de sacrificio o auto-sacrificio. La violencia es sagrada porque se oculta como algo indeseable, espantoso, repugnante y feo. El miedo a la muerte se considera en este concepto como uno de los aspectos de las características esenciales de la vida. (Matyushova, M., A. Perepechina & D. Mamchenkov. 2022. “Nietzsche, Hamsun, and Sacred Violence”. RUDN Journal of Philosophy. Vol. 26 No. 2 418—426)
[3] Esta violencia está fundamentalmente vinculada a la categoría de lo sagrado, y su instancia y manifestación (ritual) privilegiada es el sacrificio religioso. (Arppe, T. 2009. “Sacred Violence: Girard, Bataille and the Vicissitudes of Human Desire.” Distinktion: Scandinavian Journal of Social Theory, 10:2, 31-58,