Del silencio existen tres clases: el silencio de los labios, el silencio del pensamiento y el silencio de la razón. Cuando el alma se retira por completo a su reino interior, los labios enmudecen; el pensamiento, al no poder comprender de ningún modo la inefable dicha que recibe, queda sin palabras, y la razón también se ve condenada al silencio, pues cuando el Santuario del pensamiento es inundado por la unción divina, la razón humana ya no tiene función alguna que cumplir.
—Edouard Récéjac
En la inmersión en el misterio, aquella exploración apofática[1] de los recintos de lo salvaje en la que se sumerge el excursionista iniciático, es a través del trabajo del Silencio —ejecutado sistemáticamente de manera consciente y rigurosa— que el peregrino alquímico se prepara para percibir y recibir la voz de lo numinoso. No es éste un silencio cualquiera, sino el silencio sagrado que no es simple ausencia de sonido, sino suspensión de toda palabra profana, el imperativo, pues ordena y no pide, que interrumpe el lenguaje humano para hacer espacio a la irrupción de lo tremendum. El alma, en su esfuerzo de captar el Absoluto, debe trascender la discursividad del entendimiento y rendirse a un tipo de saber simbólico y silencioso, pues «el conocimiento existe únicamente a través de la analogía» (Récéjac, 1899). Este silenciamiento corresponde a la preparación previa necesaria para toda experiencia auténticamente contemplativa: un desasimiento del ruido para dejar actuar la inmediatez del contacto con lo divino. Donde calla el tumulto de lo humano y sus creaciones, habla la Voz sin palabras, la Voz que no nace del aliento mecánico pulmonar sino del estremecimiento.
Si bien este silencio debe ser oído desde las dimensiones del interior de la vasija, donde el Sol indomable del crisol fulguroso irradia los páramos microcósmicos, es importante mantener una especie de barrera sanitaria respecto de las diferentes ondas provenientes del mundo moderno y de la civilización en sí.
La capacidad de discernir —esto es, la facultad de distinguir entre realidad e irrealidad, verdad e ilusión, eternidad y transitoriedad— se torna en el pilar sobre el cual ha de sustentarse todo el trabajo interno del practicante que busca adentrarse en las sendas del Silencio. Esto no corresponde a un simple problema de limitación intelectual: es el vértigo ontológico de lo inconmensurable, la imposibilidad radical de que lo finito abrace a lo infinito sin quedar desintegrado.[2][3] El Absoluto no puede ser alcanzado mediante las categorías de la razón (Récéjac, 1899), y la mística verdadera no puede ser confundida con la vaguedad emocional ni con la fantasía desbordada: es una ciencia rigurosa del ser, un arte de establecer la relación consciente del hombre con el Absoluto a través del perfeccionamiento de la vida interior (Fleming, 1913). La comprensión de esta paradoja es lo que disuelve los espejismos sensoriales y las fantasías desbordadas. De ahí que el trabajo del peregrino no sea tan sólo una simple tarea técnica, sino una gimnasia espiritual de lo imposible, un descenso a las sombras que resguardan la epifanía. Sin esta herramienta, brújula del intelecto y del alma, el peregrino queda condenado a deambular en los laberintos sin salida de los espejismos sensoriales y las fantasías desbordadas, prisionero de las cadenas de la ilusión y del delirio. Puesto que no es una gracia otorgada sin esfuerzo, ni un don que brota en el alma de manera espontánea, esta capacidad debe ser desarrollada de manera progresiva, forjada, labrada y martillada una y otra vez por el excursionista iniciático, el que debe estar consciente y vigilante, sin bajar la guardia, a lo largo de todo el proceso de transformación desde la nigredo. Debido a que el misticismo verdadero es inseparable de la práctica disciplinada y de la purificación de la voluntad y del entendimiento (Fleming, 1913), la práctica de este trabajo involucra apartarse de manera física y espiritual de las radiaciones de Ahrimán (las tendencias hacia lo concreto y lo material, hacia el manto de números, fórmulas y estructuras inorgánicas de la automatización y lo inmediato), bajo cuyo influjo el ser humano cae prisionero del mundo de los sentidos físicos, ciego a la esencia que subyace latiendo tras la ilusión de lo aparente, y también de las radiaciones que pueden empujar al iniciado hacia los reinos luciféricos de fantasía, ilusión y pensamiento supersticioso, una invitación a renunciar a la firmeza del suelo bajo sus pies para extraviarse en la ensoñación de sus propias construcciones fantasmales. Las radicaciones luciféricas alimentan la arrogancia espiritual, la tendencia a la evasión, el abandono de lo encarnado en favor de lo vaporoso e insustancial. Allí donde lo ahrimánico ata con cadenas de hierro, lo luciférico envuelve con un manto de luces seductoras que conducen al extravío, a la sobreestimulación del intelecto carente de anclaje y a la embriaguez de una falsa trascendencia que se disuelve como el humo en cuanto se enfrenta a la cruda prueba de la realidad—espejismos que se desvanecen. La separación respecto de la colonización efectuada por la Modernidad sobre el individuo permite que el excursionista alquímico pueda entrar en el pasaje del bosque sin el peso acumulado de los residuos del mundo que se alimentan a expensas del organismo que sirve de hospedador.
La realización del acto de entrar en el pasaje del bosque, de entregarse con temor reverencial al paisaje moldeado por las olas heterológicas, es también una peregrinación hacia el yermo interior, hacia las dimensiones intuitivas de la psique. Entrar en la emboscadura es, al mismo tiempo y necesariamente, salir de la homogeneidad de la civilización, del lugar donde la ilusión de la seguridad permea al microcosmos con su homogeneidad. Gracias al carácter transformador de la contemplación mística, el bosque se convierte en el laboratorio donde el alma se purifica de sus adherencias profanas y se reencuentra en el vacío creador. Un silencio no pasivo, sino saturado de presencias invisibles, de vértigo, de estupor, de temor y atracción simultáneos, del mysterium tremendum et fascinans. Así, el bosque no es sólo un espacio natural donde lo Acausal se cristaliza en las catedrales de celulosa: es la topografía simbólica del alma ante lo sagrado, un espacio donde el Logos se eclipsa para que emerja el fuego numinoso de lo inefable. En este abandono activo del Logos discursivo se inicia la apertura de una conciencia interior más elevada (Récéjac, 1899), donde el alma puede comenzar a recibir los símbolos vivos del Misterio.
Aunque ruidoso en sentido estricto — una sinfonía disonante en la que se mezclan de manera caótica el crujir de las hojas secas bajo los pies, el viento que susurra y silba entre las ramas y hojas de los árboles, el aleteo de los pájaros al levantar el vuelo, el chasquido de las ramas que se quiebran y caen al suelo, zumbidos de insectos en busca de comida o de una contraparte para su hieros gamos, el agua fluyendo en los arroyos y cascadas, el croar de las ranas, las gotas de la lluvia que golpean atormentando la superficie que se cruce en el camino trazado por las gotas, los distintos cantos de pájaros según especie y estación, el sonido seco del martilleo de los pájaros carpinteros contra la corteza de los troncos que conforman los pilares de la catedral de celulosa, las gotas del agua que transpiran las plantas y musgos y que recorre la forma de las estructuras vegetales para finalmente impactar contra el suelo, el ulular de los búhos en la noche y los agudos chillidos de los roedores siendo cazados furtivamente, y así sucesivamente — en el bosque reside el silencio del interior, donde está el desprendimiento y el desaprendizaje respecto del ruido civilizacional. Las señales de advertencia del tráfico vehicular, las luces brillantes de los anuncios publicitarios y el ritmo galopante de las carreras surgidas por y para la sociedad moderna se desvanecen cuando se rasga el velo de las múltiples capas sedimentarias de comodidad que se han ido depositando sobre la animalidad humana. El verdadero conocimiento místico sólo puede surgir allí donde se ha producido un vacío en el alma, un vaciamiento activo que disuelve las formas acumuladas por el hábito y la costumbre (Fleming, 1913).
Mediante la internación en la espesura mortuoria del silencio, el peregrino acepta ser despojado, desmembrado de sus vestiduras culturales, entregado a la intemperie hostil de lo Real. Sólo en esta muerte del yo profano puede comenzar la lenta gestación del ser auténtico, pues es por medio del acto sacrificial que el hombre cruza el abismo que separa lo profano de lo sagrado. En su esencia, el sacrificio encierra la destrucción y la muerte, pues aniquila el objeto como cosa profana, como elemento perteneciente al reino de la utilidad, para restituirlo en las profundidades del mundo sagrado (Montesinos, 2016), allí donde la intimidad originaria —perdida y anhelada— late aún ardiente en el corazón del ser.
Inmerso en el silencio, el excursionista alquímico realiza una oblación afásica: en abandono kenótico, se ofrece al Misterio, permitiendo que el fuego interior disuelva las fronteras de su ser discontinuo. Esta muerte —como aniquilación del ser finito— no destruye la continuidad inextinguible del Ser; más bien la revela, al igual que las aguas tumultuosas y furiosas recuerdan el océano amniótico primordial y sulfúrico. En el silencio, así, no hay sólo una suspensión de la palabra: es un sacrificio cruento de las formas ilusorias y los espejismos que con vehemencia tratan de infiltrarse en la catedral de celulosa. Cubriéndose de sudor, barro, suciedad y residuos orgánicos —la nigredo—, el peregrino no escapa de los límites de lo humano por afirmación de la individualidad, sino por su destrucción simbólica, entregándose a la inmensidad de los paisajes que subyacen bajo el velo de la percepción ordinaria.[4][5] En este acto de desapropiación, en esta restitución acaso sutil y violenta a lo sagrado, la criatura civilizacional calla no por mera humildad y pavor ante el mysterium tremendum, sino porque su propia voz es disuelta en el torbellino vertiginoso de lo Innombrable.
Bibliografía
Campbell, J. (1968). The masks of God: Creative mythology. New York, NY: Viking Press.
Campbell, J. (2008). The hero with a thousand faces (3rd ed.). Novato, CA: New World Library.
Chrysostom, J. (n.d.). On the incomprehensible nature of God (J.-P. Migne, Ed., Patrologia Graeca, Vol. 48, pp. 719–728). Paris: Imprimerie Catholique.
Fleming, W. K. (1913). Mysticism in Christianity. New York, NY: Charles Scribner’s Sons
Montesinos, JA. (2016). “La comunicación que el sacrificio deja al descubierto: lo sagrado y la experiencia interior en Georges Bataille.” Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXI-Nº2 (2016), pp. 7-25.
Récéjac, É. (1899). Essay on the bases of mystic knowledge (S. C. Upton, Trans.). New York, NY: Charles Scribner’s Sons.
Notas
[1] En el pensamiento de Crisóstomo —que fulmina la soberbia de quienes intentan “captar la esencia de Dios”— hay un eco de advertencia: “ofende a Dios quien intenta abarcarlo con conceptos”. Lo mismo debe decirse del que pretende atrapar lo sagrado con el ruido de la razón instrumental o el lenguaje de la máquina (i.e., lo ahrimánico). «Le llamamos el Dios inexpresable, el impensable, el invisible, el incomprensible; el que sobrepasa toda capacidad del lenguaje humano, trasciende el entendimiento mortal, es inencontrable para los ángeles, invisible para los serafines, inconcebible para los querubines, invisible para los dominios, los poderes y toda la creación.»
[2] “La mente debe ser aquietada, y el ego disuelto en el vasto mar del misterio indiferenciado.” (Campbell, 2008)
[3] La sensación de ser abrumado por una magnitud inefable, de ser arrastrado más allá de los límites del pensamiento, del tiempo y de la existencia individual, es la gran experiencia celebrada tanto por el místico como por el héroe. (Campbell, 1968)
[4] Según Récéjac (1899), este estado último no puede ser descrito por el pensamiento, sino sólo vivido como una inefable intuición de identidad entre el alma y su fuente absoluta.
[5] Para Fleming (1913), en la medida en que el alma avanza en su desapropiación, comienza a intuir no ya desde las categorías de la mente discursiva, sino desde una especie de saber interior inmediato, donde la diferencia entre sujeto y objeto queda abolida en la experiencia extática.