Las manifestaciones de lo que, a raíz de la carencia de un adjetivo más adecuado, acostumbramos a denominar “divino”, no se encuentran siempre relegadas a los planos de lo sutil, sino que pueden intersectar dramática y violentamente la desacralizada dimensión en la que moramos, a través de demostraciones que surgen de la apertura leve del velo del mysterium que subyace a las dimensiones en la que nos movemos.
Sea o no sea una persona religiosa en su cotidiano vivir (cual “crédulos y mendigos, necios llenos de esperanza”, como menciona Goethe en su Prometheus), y debido a que su existencia está ubicada irremediable y espaciotemporalmente en el virtualmente infinito aunque cartesiano mundo de los sentidos, el caminante alquímico —wandervogel anarca de la senda iniciática— puede experimentar diferentes sensaciones (y, en efecto, se ve envuelto con la experiencia y la búsqueda de la misma una y otra vez) que podrían ser consideradas como residencias intangibles e ininteligibles de los reflejos de las manifestaciones de lo santo (Άγιος), esto es, de la experiencia de la refracción y reflexión si no del Numen, al menos de lo numinoso.
Tal como lo experimenta el Homo religiosus más convencional (que habita regularmente un entorno urbano, civilizado, y cuyas prácticas religiosas y culturales lo conducen a templos regulares) al entrar en una catedral, el excursionista iniciático, quien aún a pesar de ser portador de la llama de la ὕβρις, puede ser insuflado —a pesar de y en contra de su voluntad, puesto que su kenosis es llevada a cabo aunque ésa no sea su elección consciente— de la fecundidad devastadora y megalítica del Śūnyatā en la realización de la propia senda que se va deshilvanando en la medida en que el Adepto accede al locus sagrado de la naturaleza, manifestado, por ejemplo, en los pasillos abovedados de la Catedral de Celulosa.
Ya sea en la contemplación de la insondable majestuosidad del vasto cielo nocturno estrellado como la majestuosidad que irradia la montaña desde su falda telúrica hasta lo alto, en sus cumbres que se inmiscuyen en los cielos, o tal vez en la contemplación de los árboles que, mirando desde abajo con los pies enclavados en el hummus, parecieran incrustarse en la bóveda celeste, y la contemplación del atronador sonido del impacto de las aguas de una cascada contra el altar de rocas que ha moldeado la misma caída del agua, hay un pavor trémulo que inunda por completo al ser humano, dejándole un escaso margen para que lo racional recupere de inmediato las dimensiones colonizadas de manera dramática y obnubilante por lo tremendo.
El temor experimentado por el caminante iniciático difiere ampliamente de los temores mundanos y seculares a los que está afecto en el mundo civilizado en el que habita. Internándose voluntariamente en el bosque, montaña, arroyo o cualquier otro espacio de la topografía catabática —aunque bien puede reconocer la existencia de una especie de un lamento que clama a su laberinto interior y que proviene desde el corazón mismo de la vacuidad incognoscible e inescrutable del mysterium— donde pueda identificar y percibir, inmerso y absorto en lo salvaje, diferentes expresiones de lo numinoso, deambula por los planos terrestres y busca por medio de su peregrinaje, a través del ejercicio acéphalico de aventurarse en la arbustiva confusión sensorial de los páramos liminales, también acceder a lo que pueda ser revelado ante él en los planos sutiles—que si bien están fuera de este mundo, lo permean con su inmanencia. La realidad última, entonces, no se encontraría más allá de los fenómenos en un mundo trascendente abstracto, sino dentro de los fenómenos: el viento que se escurre silbando entre las miríadas de ramas de los árboles-pilares de la catedral, la lluvia martillando y labrando las rocas, la montaña rasguñando el cielo en la boda alquímica, el proceso de descomposición de la materia orgánica, la tibia y sangrante garganta desgarrada de un animal transformado en presa; todos ellos corresponderían a expresiones de la inmanente realidad del mysterium tremendum et fascinans.
Con los dioses hoy marginados, caducos, olvidados en el exilio, enterrados en el polvo de la ya no tan incólume irrelevancia parasitaria y la tecnología cotidiana del mundo actual, es el Ἄγνωστος Θεός quien vuelve a cobrar sentido en el peregrinaje emprendido por el pájaro errante, el wandervogel que deambula en la emboscadura, para la experiencia de lo numinoso manifiesto en la Catedral de Celulosa. Es posible que el nombre y el panteón queden sepultados bajo el complejo entramado de raíces, rizomas y materia orgánica en descomposición de la nigredo, pero el pavor cósmico, el que grita desde la Nada, sigue engendrándose de una manera que refleja tal excelsitud que excede toda comprensión, es decir, limitación, humana — via eminentiae. El santuario no sólo está en el bosque entonando himnos ctónicos de lo silvestre, sino que la misma presencia numinosa hace de la Catedral un santuario para que el excursionista se sumerja en la vivencia del maravilloso espanto sagrado que habita en los confines donde el mysterium tremendum susurra de manera cada vez más magnética a los exploradores, para que así no teman en lanzarse hacia lo desconocido para presenciar las demostraciones del Numen, de manera semejante a la búsqueda, en las frías y escarpadas cumbres, del origen de los arroyos y cascadas que dan forma a la diosa serpentina de las aguas fluyentes.
Luchando por dimensionar lo que, dentro de sus limitaciones humanas, logra percibir de lo titánico y lo monumental, o lo monumentalmente titánico, puesto que lo numinoso es inconmensurable como el océano sin orillas de la nada-sin-fin, el caminante-alquimista explora, en el reflejo de la Naturaleza que se muestra ante él, los paisajes moldeados por el espanto y admiración por «lo desconocido», dejando atrás sus propios temores surgidos del miedo a la muerte, para abrazar —desde el calor de sus entrañas laberínticas— la inmensidad del Vacío que está más allá de la comprensión y la razón.