Omne ignotum pro magnifico est.
Cuando el primigenio, y alguna vez hirviente, tempestuoso océano amniótico —alguna vez, en tiempos eternos antes del tiempo como-lo-percibe el ser humano, contenido, o no-revelado, en Ayin— surgido de las emanaciones del Cosmos, cuya presencia cubría el manto de la superficie terrestre, comenzó a retroceder mientras pasaban siglos de siglos (no sin librar primeramente una descarnada y cáustica guerra contra la sublevación de los gigantescos titanes de piedra emergidos desde las profundidades de Purusha), nuevos rasgos, como facciones acuñadas con martillo y cincel, nacieron en el rostro de Gaia, dibujándose las topografías que posteriormente adquirirían significados devenidos de su propia inmanencia, donde desde lo lítico se viajaría, a través de un largo camino, hacia lo mítico.
Montes, montañas y cordilleras, que sirviendo como pararrayos de lo sagrado que habita encima, fueron posteriormente apropiados y significados por el Homo religiosus como lugares votivos y de encuentro con lo etéreo. Estos pararrayos monumentales surgieron desafiantes en oposición al inframundo pero también en complementariedad con los reinos ctónicos — en una relación de coincidentia oppositorum. Es ahí, en la cima del Axis Mundi, en el altar frente al pórtico del Μέγαρον, donde se produce el hieros gamos: las lágrimas de la transubstanciación del sudor de Gaia que, emergido desde el titán Oceanus hasta alcanzar los salones firmamentales de Uranus, caen desde los extensos parajes de lo celeste a lo terrestre (que está en constante tensión entre lo uránico y lo ctónico), corren por el rostro de Gaia para alimentar a Tetis, cuyas venas son los arroyos que desembocan en los ríos y lagos como la sangre de inintencionados sacrificios al Numen.
La realización de la actividad del excursionismo en arroyos —esto es, la exploración en primera persona de paisajes e internamiento en la naturaleza salvaje que se emprende valiéndose de la morfología resultante del paso del agua inscrito rigurosamente en la cuenca hidrogeográfica— permite una experiencia que varía un tanto respecto a la experiencia de la excursión que se realiza a través del bosque. Generalmente, la configuración particular del biotopo del arroyo permite la presencia de una biocenosis que tiene menores probabilidades de ser hallada en el resto del bosque, por lo que deambular por espacios influenciados y grabados por el arroyo posibilita una oportunidad adecuada para observarla, así como es además una invitación a la observación de formaciones rocosas y decoraciones líticas (y, por qué no, también míticas) que adornan el sistema capilar del bosque — ahí donde lo hidromántico está en comunicación y comunión con lo geomántico.
Semejante al caso de la exploración y ‘conquista’ de la montaña, donde el Adepto se compromete a surcar una catábasis inversa que procura la destrucción de los aspectos parasitados por las radiaciones del mundo que está creado en un orden fuera de lo silvestre —profundizando hacia arriba—, el arroyo es abordado generalmente en sentido contra gravitacional, esto es, arroyo arriba, pues buscando un punto de fuga que resulta ser también el punto de origen desde donde comienza a fluir la sangre de Tetis, el excursionista iniciático atestigua cómo se va desenvolviendo ante sí las diferentes emanaciones del mysterium tremendum et fascinans, frente al cual se tiembla, pero también se reverencia en fascinación: los misterios dolorosos y gloriosos del Misterio hacia donde todo finalmente confluye.
Debido a que el fluir de las aguas socava los suelos aledaños que están dentro del búfer de influencia, creando condiciones para que los elementos bióticos y abióticos estén en una constante danza contra la efimeridad y el perecimiento, el dinamismo del arroyo — con cambios mucho más rápidos y traumáticos en comparación a la estabilidad que puede proporcionar la Catedral de Celulosa — provoca que el escenario al que se enfrenta el excursionista iniciático sea inseguro y a veces impredecible: lo que hoy está (una roca, un tronco, un animal cazando, una maraña de ramas, una planta luchando por captar rayos solares, un montón de piedras, un colchón de materia orgánica, un nido, un cadáver, un montículo de barro, un charco) mañana puede no estar. Más aún: podría no estar en los próximos segundos. Lo único predecible y previsible es la impredecibilidad e imprevisibilidad que permean al canal que conduce (a veces, de manera espontánea y repentina) la sangre de Tetis, cuyas lecturas hidrománticas podrían revelar insondables secretos si tan sólo las aguas del arroyo —las fugaces inscripciones ondeantes de la Diosa serpentina— regalaran momentos de quietud.
Para Edouard Recejac, y según su Essai sur les fondements de la connaiasance mystique,
“[e]l misticismo comienza con el miedo, con un sentimiento de dominio universal e invencible, y más tarde se convierte en un deseo de unión con aquello que domina”.
Ante la experiencia del arroyo que debe subirse el miedo no está ausente; no está presente solamente el riesgo que engendra el mismo arroyo, sino también aquél que surge del espacio en particular donde está emplazado el mismo: los cañones y derrumbes que ornamentan el relieve contienen monumentales peligros en comparación a la pequeñez y humana fragilidad del excursionista alquímico.
Plus ultra, en el acto de disponerse a remontar un arroyo hay impulsos que trascienden lo racional y también lo irracional. Yendo en contra del flujo del arroyo —esto es, en gravitropismo negativo—, el excursionista también va en contra del instinto de supervivencia, donde el mystes se deja guiar acéphalicamente, como si tuviera posesión de una brújula en su interior, movida pulsionalmente por las vísceras (cuya laberíntica escritura latiente entregaba al arúspice las señales que contenían los designios de los tiempos y acontecimientos por acaecer) hacia un rumbo que lo conduce al frío, crudamente glacial, origen de las aguas fluyentes.
Casi como si el corazón de los reinos terrestres hiciera un llamado sutil al cálido oído interior que habita en el inconsciente —el que atiende a la llamada de embarcarse a la aventura y el descubrimiento antes del acto donde lo racional cuestiona la acción y las futuras consecuencias que podrían resultar del viaje a emprender (y que empieza a emprenderse en el preciso momento en que la imaginación se ve comprometida en un tímido e intuitivo vuelo chamánico y comienza a remontar el arroyo —, el arroyo apela de maneras misteriosas (luminosas y también tenebrosas) al casi infantil sentido de búsqueda humana de lo espiritual en aquello que, aun teniendo movimiento, no posee una vida en el sentido que el ser humano la puede comprender.
Presenciar lo que acontece en el instante mismo de la realidad que el ser humano puede experimentar por medio de sus sentidos permite que el Adepto contemple los aleteos o reflejos de lo Numinoso. En la inmersión en lo Desconocido, es decir, dis-cognoscere, “lo que es resultado de la acción inversa de la formación de una idea mental completa”, el ser humano puede indagar en las sombras que los reinos celestiales proyectan sobre los páramos emplazados en los reinos terrestres —donde habitan los interminables mundos del cosmos con sus leyes físicas, materiales, mensurables o en proceso de descubrimiento respecto al cómo volverlas mensurables—, pero también puede sumergir las dendritas de su alma en los reinos ctónicos, donde habita el útero de toda la existencia, manifiesta o in-manifiesta; en el inframundo donde la mítica criatura acéfala hunde sus pies, volviéndose parte de la nigredo al replicarse a sí misma bajo el humus, como un doppelgänger kenótico que habita en la mandrágora, reflejo alquímico de lo que está arriba. En los reinos terrestres mora el límite de toda la Manifestación del Espíritu en todas sus infinitas formas, pero en estos límites también está el habitáculo del éxtasis y la contemplación, a la sombra del mysterium tremendum.
El remontamiento de arroyos se ve alimentado por dos impulsos atravesando la existencia del Alquimista: uno irracional, visceral, intestinal y contradictorio, que empuja al Adepto a ir cada vez más alto, intentando escapar de los reinos terrestres, a saltar casi sin pensar entre las piedras y escalar rocas, a sortear troncos resbaladizos y montículos de barro que se desmoronan bajo los pies, a combatir contra los matorrales y cañaverales, y un racional afán —pero no por ello carente de pasión— de superar las propias limitaciones físicas y mentales, y también de presenciar la hierofanía del agua, sustancia regeneradora con la facultad de la creación, y también de la destrucción.