Por diversas razones, llevaba meses sin pasar por el camino desde donde se puede contemplar la cascada conocida como «La Virgen», ubicada al costado de la carretera que conecta a Puerto Aysén con Coyhaique. Como un descanso surgido en el bosque lluvioso —en los límites de éste, puesto que otro bioma comienza a dibujarse algunos kilómetros más allá— junto a la cascada hay una pequeña gruta cavada por el tiempo en el corazón de la roca metamórfica, esculpida violentamente por traumáticas fraguas tectónicas de yunques carboníferos. Dicha gruta, hoy consagrada a la Virgen María, se encuentra adornada con diversos elementos religiosos típicos de lugares como el mencionado, los que parecen efímeros en comparación a la inmensidad de los tiempos geológicos y ajenos respecto de la humedad e intensa actividad biológica del bosque.
Las advocaciones marianas, esto es, las alusiones a los atributos de María, varían según el tiempo y lugar, conectando a la santa con un pasado lejano, tan remoto como el amanecer de los tiempos — esto es, el tiempo de los humanos, en el Holoceno. Distintos reflejos de símbolos van desafiando el pasar de los siglos, luchando su significado por sobrevivir a los cambios de eras.
El arquetipo de la diosa ha ido mutando a través de las eras, impregnándose de los cambios culturales y siendo moldeado de manera casi incesante durante miles de años. Este metamorfismo es lo que ha permitido que atestigüemos un viaje que empieza desde las venus paleolíticas y su vientre ctónico adornado con pinturas rupestres que tuvieron un impulso artístico más que ‘sencillas’ formas de magia simpática —esa magia donde se dibuja lo que se quiere atraer— en la oscuridad glacial de Würm, las diosas pájaro de la antigua Europa neolítica, el supuesto Mutterrecht cretense, Innana, Ishtar, Isis, Tiamat, Gea, Hera, Artemisa, Afrodita, Démeter, Cibeles, Eva y otras, hasta llegar a la Virgen María, cuya importancia para la religión y la cultura es más bien un tema folclórico que uno bíblico: mientras que en la Biblia apenas es mencionada en un par de evangelios, para el catolicismo cobra principal importancia y la nombra como merecedora de hyperdulía, es decir, ‘veneración superior’ — no es totalmente divina pero tampoco totalmente humana; atrás quedó su divinidad comprendida por los paganos del Viejo Mundo, para ser transfigurada por paleocristianos, católicos y ortodoxos.
Los santuarios consagrados para este arquetipo alcanzan una monumentalidad que desafía lo divino en lugares como, por ejemplo, la catedral de Notre-Dame de París, cuyas agujas apuntan hacia el cielo en un espectáculo que, aunque impregnado de ὕβρις — esa desmesura que impulsó a Prometeo a robar el fuego a los dioses para entregárselo a los humanos —, intenta alcanzar dimensiones celestiales al mismo tiempo que reconoce la pequeñez humana. No obstante, la ubicación de la mencionada catedral no es casual y hasta podría decirse que sigue ciertos patrones geománticos. Como personificación de la tierra misma, resulta lógico que el arquetipo de la diosa haya sido reverenciado en ciertos puntos del planeta que se consideraban mágicos y por tanto sagrados, para luego ser reinterpretados como lugares votivos para dioses del cielo, la tormenta, el trueno y el sol. Arqueología versus genealogía.
Entre los lugares que se consideraban sagrados por sus propiedades ‘mágicas’ — enmascarando al símbolo en un halo de misterio, lo que permitía crear una vestidura de complejidad desprendida de la percepción propia del ser humano y su relación con la Tierra — estaba la gruta, esa entrada pétrea en la roca. Ésta representa la vía de acceso para retornar al vientre oscuro, húmedo y cálido de la Madre, el lugar donde se ofrecía protección del mundo exterior y de las caóticas inclemencias de los elementos (en tiempos paleolíticos, la gruta regalaba la posibilidad de sobrevivir frente a animales salvajes y las tormentas). En la gruta, es decir, la matrix, corazón de los cerros y montañas, se revela el pneuma, del cual brota la psyche. Animado el caos y la oscuridad se da el proceso de creación, que es cuando el cosmos entra en el caos; se retorna al vientre como una forma de escapar a la caótica heterogeneidad del mundo, a las inclemencias que aparecen fruto de la liberación de los elementalwessen.
No es de extrañar que, a través de las épocas, la gruta haya estado asociada a las distintas personificaciones que adoptó el arquetipo de la diosa en su viaje desde la prehistoria europea. Con la llegada de los navegantes del Viejo Mundo también arribó una miríada de signos y símbolos y figuras religiosas — entre estas últimas, la Virgen María. Templos fueron levantados en lugares que ya previamente tenían importancia religiosa y en otros que no la tenían — nuevamente, el acto de llevar cosmos al caos; la Creación. Y también surgieron lugares votivos con una vocación más, digamos, primordial. De esta manera, las grutas del Nuevo Mundo fueron reconocidas e interpretadas como lugares de veneración o, incluso más, de hyperdulía, aquella ‘veneración superior’ que está reservada para la Madre. Allí descansa la Diosa, cubierta de musgos y telarañas, fusionada con el rizoma y la nunca estática alquimia boscosa, residiendo en el habitáculo kenótico para que el Adepto indague el misterio en el tzimtzum: la simultánea presencia divina y la ausencia dentro del vacío, donde la contemplación de aquello que conecta con un pretérito distante permite presenciar una fracción del monumento al que se accede mirando alrededor.
La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la
tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas,
todos los veneros de luz. — JL Borges