… quizás uno de los aspectos más profundos de la experiencia del montañismo: una especie de amor fati, unir la emoción de la aventura con el peligro, entregarse a confiar en aquello que en nuestro destino está más allá del control humano.
Julius Evola, Meditations on the Peaks: Mountain Climbing As Metaphor for the Spiritual Quest.
En su obra The Great Code, Northrop Frye indica que, como seres humanos, no vivimos directa o desnudamente en el universo como otras formas lo hacen, sino dentro de un universo mitológico, es decir, un cuerpo de suposiciones y creencias cuya mayoría son mantenidas de manera inconsciente, o al menos de manera invisible.[1] De la misma manera, el individuo que ha optado por la vía del excursionismo y el montañismo (siendo esta última disciplina una vertiente más rigurosa y peligrosa que la primera) no está desprendido de credos, supersticiones ni de un marco de pensamiento, aun cuando él mismo pueda considerarse como ateo, agnóstico o indiferente a la religión. Este universo de mitos, entonces, que es transportado por el ser humano, se manifiesta ante éste y desde éste en sus diferentes actividades y pasiones, lo que puede provocar que las empresas en las que éste se embarca también estén moldeadas y vestidas de signos y símbolos.
Desde tiempos anteriores al dominio de la razón y de la ciencia, las alturas han sido consideradas como espacios sagrados, imbuidos de lo divino, donde lo numinoso está presente, se mueve y fluye a través de los elementos visibles e invisibles de lo creado, donde toda la creación estaba dentro de — es decir, contenida en — la Gran Madre, aquella imagen primordial surgida de la psique humana, que inspira y conduce a una percepción del universo como un todo orgánico, vivo y sagrado. Todos los elementos en la Tierra participaban como hijos surgidos de la misma fuente, enlazados en una red cósmica en que lo manifiesto y lo no manifiesto estaban vinculados; si éstos no eternamente vinculados, al menos en una escala de tiempo demasiado grande como para ser comprendida por el ser humano.
Para la visión panenteísta-animista de la Prehistoria, en aquellos tiempos en que el pensamiento que hoy se entendería como “religioso” era la norma, el mundo-naturaleza era un gigantesco templo donde todos los elementos eran sagrados. Algunos sitios numinosos de una vida preorgánica, los cuales eran experimentados en participación mística con la Gran Madre, eran la montaña, la cueva, el pilar de piedra, y la roca como trono, asiento, morada y encarnación de la Gran Madre. [2]
En la introducción en la naturaleza, en la emboscadura, el hombre puede acercarse un poco a la experiencia religiosa pre-abrahámica y pre-secular. Imaginando los estadios culturales (con sus impactos en los credos y cosmovisiones) como capas que se van sobreponiendo y formando un sustrato, se puede entender cómo el ser humano tiene una reacción a flor de piel provocada por y en respuesta a lo abrahámico y secular. Mientras lo primero causó la separación de la idea de Dios respecto de la naturaleza, desacralizándola y alejándola de una comprensión de ésta como algo divino y vivo, lo último – como evolución de lo primero – terminó por aniquilar la idea de lo divino y del ser humano como un ser inmerso en un universo donde los dioses se manifestaban en lo cotidiano, por lo que no era necesario entrar en un estado de ánimo religioso – ese ropaje actitudinal y diferente a su día a día que el ser humano viste cuando va a algún templo para rendir culto – para sentir y atestiguar la divinidad.
Respecto a estas “fuerzas” de la naturaleza experimentadas de forma vívida, Julius Evola señaló que:
[a]nte las altas y nevadas cumbres, el silencio de los bosques, el fluir de los ríos, las misteriosas cuevas, etc., el hombre tradicional no tenía impresiones poéticas y subjetivas propias de un alma romántica [moderna], sino sensaciones reales – incluso aunque a veces confundido – de lo sobrenatural, de los poderes (numina) que impregnaban esos lugares; estas sensaciones se traducían en diversas imágenes (espíritus y dioses de los elementos, cascadas, bosques, etc.) a menudo determinadas por la imaginación, aunque no de forma arbitraria y subjetiva, sino según un proceso necesario. . . [3]
En la montaña, templo primigenio a la Madre Naturaleza, los sumerios encontraron la inspiración para diseñar su templo – el Zigurat –, el que fue pensado para reflejar las tres dimensiones manifestadas en la montaña: cielo, tierra y el mundo subterráneo. En la montaña, los mundos visible e invisible se experimentaban como una unidad, donde la causalidad invisible no estaba ajena a la experiencia y actividad humana. Simbólicamente, en la montaña se conectaba el cielo con la tierra, y lo visible a lo invisible; ahí, en la cumbre, se celebraba el matrimonio sagrado – hieros gamos – que reunía ambas dimensiones y liberaba el poder generativo que renovaba la vida. Mientras el montañista, como sacerdote de la naturaleza, sube hacia la cima, lo divino invisible desciende hacia ella, para así encontrarse ambos, creando una nueva imagen de la senda entre la tierra y el cielo.
La manifestación titánica en la que la montaña se presenta ante el excursionista – profano o iniciado – hace que este último pueda dimensionar su pequeñez y vulnerabilidad frente a las fuerzas de la naturaleza, que es lo que experimenta el ser humano a través de sus sentidos respecto de la naturaleza misma. Gigantescos y agrestes peñones, hostiles para la vida pero indiferentes a la misma y que se han levantado en un parto violento y desgarrador desde el vientre oscuro de la Tierra, contemplan el avance del montañista que se aventura a ascender a las frías y ventosas cumbres, al punto de encuentro entre los mundos diferentes aunque complementarios, ya que conforman una totalidad. La montaña, como eje del mundo, representa el punto de encuentro con una numinosidad extraviada, con las manifestaciones vívidas de lo divino (desde lo ctónico a lo cósmico) que se han sublimado del mundo cotidiano, esfumándose por las rendijas seculares de la Geworfenheit.
En la montaña, además, se presenta una situación un tanto paradójica: en ella, catábasis y anábasis se realizan en sentidos contrarios a lo que normalmente se entienden como tales. Mientras que usualmente la catábasis (del griego κατὰ, “abajo”, y βαίνω “avance”) suele entenderse en la mitología como el descenso del héroe — casi siempre, a los infiernos y/o el inframundo —, la anábasis (del griego ἁνά, “arriba”, y βαίνω “avance”) es entendida como el retorno triunfal del viaje al inframundo, donde el héroe vuelve victorioso luego de enfrentarse a sus temores — sin olvidar mencionar que, de este viaje, el héroe regresa purificado y renovado por medio de las múltiples laceraciones infligidas en su corpus producto de la odisea. (En la destrucción y en la descomposición no hay una negación del ser, sino una realización [4] — la integración de la totalidad humana.)
Por supuesto, como todo sendero develado ante los pasos intrépidos del excursionista iniciático, la montaña no está libre de peligros, decepciones y pruebas. Como una vía dolorosa que surge como un desafío para aquél que osa adentrarse en las profundidades del ser y de lo acephálico, diferentes estaciones se irán revelando a medida que la internación (o catabásis) avance hacia el corazón de las tinieblas porque, a través de la subida hacia la montaña, el excursionista emprende en él mismo un viaje, hacia su interior, hacia el conocimiento de sí mismo — hacia el Hades, donde lo contemplará y el Hades contemplará dentro de él, contemplándose, finalmente, a sí mismo.
El ascenso a la montaña, por lo tanto, aunque no perteneciente al inframundo sobrenatural, pone a prueba al excursionista, llevando al límite sus capacidades físicas y facultades mentales. El agotamiento físico, el viento frío, el ardiente sol, el hielo quebradizo, el sustrato escarpado, la deshidratación y el hambre, los deslizamientos de nieve, la espesura obstaculizadora de la flora (rizomática y frondosa y espinosa, dispuesta para desagarrar la piel), el barro, la desorientación, la frustración al tener que retroceder ante la imposibilidad en la ruta, los bloques de hielo en desprendimiento, los insectos y el peso de los implementos son algunas de las “rocas en el camino” que el montañista-iniciado — que, como el héroe Parsifal, es inocente del mundo pero, en este caso, del mundo-que-no-es-la-civilización; aquí el héroe indaga en el Sacrificio que libera aquellos elementos heterogéneos que rompen y destruyen la homogeneidad: nuestra existencia está desprovista de circunstancias que amenacen la vida, desprovista de acciones que pudieran derrumbar la esfera de seguridad que hemos creado para nosotros mismos [5] — debe sortear para llegar a la cumbre: el Grial donde se entrelazan el cielo y la tierra.
Là-haut, en la cima (que corresponde a la sima catabática y que el montañista iniciado ha conquistado al abrazar los terrores — pues esquivarlos lo condena a la irrelevancia propia de la permanencia en la esfera de seguridad; lo homogéneo y estático), la realización llega sobre el Adepto emplazado en el megaron como si éste (alineado con el Axis Mundi representado por la montaña) fuera un pararrayos de la teofanía. Esta teofanía, a diferencia de lo pregonado por las últimas capas de los estadios culturales, no proviene desde lo alto sino que desde ambos sentidos — desde lo ctónico y lo celeste —, desde lo desgarrador y lo curativo, y en ella se corporeiza una reconciliación hierofántica en la que participan las tres dimensiones del ser humano. El escapismo metafísico queda atrás, abandonada en el sendero, junto a las cualidades erosionantes del Ego y la hybris: es tiempo para que el montañista ascienda desde el Hades bajando desde la cumbre, saliendo del laberinto acéphalico para retornar a la civilización pero sin ser el mismo. La catábasis ha dado paso a la anábasis, y Teseo se ha transfigurado en el Minotauro.
Notas.
1. Frye, N. 1981. The Great Code.
2. Neumann, E. 1955. The Great Mother.
3. Evola, J. 1995. Revolt Against The Modern World.
4. Bataille, G. 1937. “Programme”. Acéphale 2.
5. Sanngetall, V. 2022. “Meditation 1. Of the Sacrifice of the Mass.” (en) Southgate, T. & V. Sanngetall. Beneath the Shade of the Lightning Tree: Georges Bataille and the Dawn of Acéphalic Man.