La desertificación de la civilización tiene un límite, la separación donde lo artificial, domesticado y domado terminan para dar paso a la incertidumbre y la barbarie, a la anarquía y la lucha de la vida contra lo elemental – las fuerzas del caos a las que los primeros hombres supieron que se encontraban afectos, tal como un animal indefenso que deambula en la oscuridad de la noche de Nyx y Érebo. Como un animal consciente que puede ser una presa fácil, el hombre que se interna en el bosque, es decir, que se embosca, entiende mediante ensayo y error que bajo el ábside de ramas y hojas sólo hay incertezas y laberintos. Tal como Érebo llena todos los espacios y rincones del mundo donde la luz no llega, la Catedral de Celulosa se levanta donde la civitas no existe, donde aún no ha llegado a colonizar ni a irrumpir en el laboratorio alquímico del verde; y ante la ilusión de orden que provee la civilización, el bosque ofrece el trono donde la muerte habita, pues está, como mencionara Jünger tributando a Heidegger, “Über die Linie”.
Desde el fin del amanecer de los tiempos y la consumación del pecado original de la domesticación y agricultura, el hombre ha estado en conflicto con la naturaleza, corporeizada especialmente en el bosque. Como laboratorio alquímico donde el excursionista se inicia en los misterios telúricos del barro y la lluvia, el bosque es bastión de vida rebosante y latiente, pero es también la manifestación física del miedo a la muerte, pues en él moran los temores más grandes que podrían aquejar al hombre: la inseguridad, la oscuridad, la enfermedad. Es en el bosque donde el ser humano por siglos ha buscado descivilizarse y retornar a su naturaleza más bestial: internándose entre los árboles, arbustos y rizomas, cada vez que ha establecido un perímetro habitable donde está afecto a derechos y deberes, el ser humano ha buscado desprenderse del ropaje de seguridad exterior que le brinda la civilización. Es en el bosque donde los bárbaros habitaban, razón por la cual la civilización siempre creció en oposición a los bosques (Auferre, trucidare, rapere falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant). En la Catedral se internaban los niños lacedemonios para desprenderse de su humanidad y sobrevivir Über die Linie, para luego retornar a la civilización con la bestia dentro; entre los pilares de rigor y misericordia esperaban los no legendarios hombres lobo (porque en realidad existieron, sólo que como humanos que, con la cara pintada y profiriendo aullidos, se lanzaban a las labores del pillaje y al atormentamiento de quienes se adentraran en el bosque).
La Catedral ha sido el santuario a la crudeza de la vida y el combate por la misma, pero también ha sido el santuario más perfecto para la admiración de lo numinoso, la gruta laberíntica donde reside el mysterium tremendum:
La semioscuridad que brilla en los pasillos abovedados, o debajo de las ramas de un elevado claro del bosque, extrañamente acelerado y agitado por el misterioso juego de medias luces, siempre ha hablado elocuentemente al alma, y los constructores de templos, mezquitas e iglesias han hecho pleno uso de ella.
– Rudolf Otto, The Idea of the Holy.
Mientras que dentro del perímetro, es decir, en lo que está dentro de las fronteras de la civilización, existe al menos la ilusión del control –control que se hace más decididamente complejo a medida que la sociedad es más tecnológicamente compleja; control ejercido sobre los componentes que están dentro del marco de lo creado por el ser humano–, en el bosque ni siquiera existe el espejismo de la ilusión, sino que a lo sumo se pueden configurar ciertas respuestas a situaciones hipotéticas que podrían ocurrir al interior de la Catedral: la Catedral se levanta sobre sus pilares indiferentes al reino de la barbarie como el de la civilización. Todo lo que está al interior de la Catedral está emplazado allí por medio del conflicto, por la tensión proveniente – de la casi superflua lucha, dada la insignificancia de la vida en comparación a los tiempos geológicos – entre adaptarse o perecer. Donde el idealismo humano ve armonía y equilibrio, ocurre una cacofonía de colaboración, competencia y muerte.
Cada pieza en la Catedral está en un combate sin tregua por la supervivencia, en una carrera incansable por consolidarse en el nicho. Los pilares de rigor y misericordia, erigidos sobre y desde la nigredo del humus (desde la putrefacción hacia la grandiosidad y lo titánico – desde lo caótico a lo sublime), emiten un llamado sutil sobre lo anímico en el hombre, un canto donde el temor y la fascinación son experimentados de manera simultánea como un ataque de avispas inmisericordes que someten al cuerpo del Adepto a tensiones que rompen con la normalidad y la seguridad de la civilización que habita en su piel. Contra la profana homogeneidad de la civilización, la sagrada heterogeneidad forestal que latiga a la experiencia humana que se atreve a atravesar la línea: el habitáculo donde el misterio llama al corazón inquieto y ardiente, quedando la cabeza abandonada al otro lado de la línea, en la seguridad del perímetro, las normas, la autoridad, las convenciones y la razón.