En una época donde surgen conceptos como cyberpunk, steampunk, scrappunk, stitchpunk y una larga lista que crece cada día, ideamos e idealizamos apocalipsis de diferentes escenarios, donde el ser humano lucha por sobrevivir, adaptándose al mundo que queda. Sin embargo, el mundo siempre es el mundo que queda. Un ánimo de conservar el mundo tal como está, o como suponemos que el mundo era en cierto momento idílico, nos empuja a una frustración generalizada debido al apego a las formas que consideramos correctas, inmutables, naturales. Y con ello, el masoquismo culturalmente primermundista inunda también al individuo, asumiéndose como ajeno al ecosistema y sólo como un destructor del mismo, castigando su propia existencia como si su propia ontogenia hubiera sido responsable por los cambios realizados en el medio—una nueva versión del contrato social que por nacer ya lo aceptamos, pero una versión más autoflagelante: por el hecho de nacer somos culpables de todo el daño que ha hecho el ser humano al ecosistema. Un nuevo pecado original para sentirnos responsables por él.
Pero lo cierto es que el mundo es metamórfico, mutable, contrario a la inmovilidad y la estasis, y el ecosistema también está en cambio constante, ajustándose a las condiciones, adaptándose a lo nuevo, acomodándose a lo que pudiera surgir dentro del mar de probabilidades. No existe el equilibrio natural como románticamente lo hemos entendido en la cultura pop idealista y conciliadora, sólo pompas de jabón en constante tensión procurando su subsistencia, sin importar si la burbuja aledaña se revienta en el proceso. En efecto, es en la constante lucha de las fuerzas que impulsan el posicionamiento de estas burbujas donde reside esa ‘ley natural’ que permite mantener al sistema ‘equilibrado’. No hay una perfección de diseño, sólo adaptación. El mundo que estaba antes y el mundo que estaba antes que antes eran diferentes entre sí; el mundo que estaba antes fue producto de eventos que ocurrieron en el mundo que estaba antes que antes — eventos dramáticos y hasta cataclísmicos que provocaron cambios dramáticos en el mundo por venir. ¿Dónde está la perfección de diseño, entonces, cuando el mundo no ha hecho más que cambiar? La capacidad de resiliencia con la que enfrente una burbuja las perturbaciones ocasionadas por las demás marcará la diferencia entre existir y no existir, y entre ser y no ser. El mundo no es estático, y debe entenderse que tampoco lo es la naturaleza. El entorno está ininterrumpidamente en evolución, adaptándose y cambiando en conformidad a los diversos factores que lo afectan. El ecosistema, ciego pero moldeable de formas sutiles como violentas, encontrará siempre una forma de sobrevivir a pesar de los sucesos naturales, del cambio climático, o de la intervención humana. Esta resistencia inherente, esencial, ha permitido que la vida en la Tierra prospere durante miles de millones de años.
Sin embargo, para los márgenes de la perspectiva humana y su supervivencia como especie, esta resiliencia no es infinita pues existen límites a la capacidad de carga y adaptación del ecosistema, y cuando estos límites son sobrepasados, las consecuencias pueden ser catastróficas. La falta de consciencia respecto del impacto antropogénico en el medio ambiente, así como la justificación filosófica e ideológica para ‘sojuzgar y señorear’ sobre la Tierra, han pavimentado el sendero a la destrucción de los paisajes — la miseria de un antropocentrismo miserable.
El planeta nos sobrevivirá, y no hay manera en que el ser humano pueda destruir al ecosistema y quedarse solo en el mundo, y es que la Tierra seguirá existiendo incluso si los humanos no lo hacen. No se debe ignorar el hecho de que las acciones humanas tienen un impacto en el ecosistema, pero es importante reconocer que la supervivencia del planeta no depende únicamente de la especie. Antes de que eso pudiera ocurrir, habría extinción: la nuestra, puesto que el descuido de los recursos naturales y la falta de elaboración e implementación medidas para proteger el medio ambiente empujaría a la destrucción del soporte vital para el Homo sapiens.
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Cerca del lago Walden, ubicado en Concord, Massachusetts, Henry David Thoreau residió un par de años, lo que resultó en la escritura y publicación de su Walden; or, Life in the Woods, en 1854, una especie de inmersión filosófica que es entregada como un don por la cercanía de lo agreste, lo salvaje, lo burdo, la hojarasca, la humedad, los troncos podridos. En el corazón del Waldenpunk late el eco de la búsqueda de la vida sencilla y la inmersión en la naturaleza de Thoreau, quien, en su retiro a las orillas del lago Walden, abrazó la simplicidad y la esencia cruda de la vida. Pero no se trata sólo de abrazar un estilo de vida, dígase, ‘sencillo’, sino de la llevar la vida más allá, sumergiéndose en lo salvaje y lo primitivo. En contraste con la búsqueda solitaria de la esencia de la vida por parte de Thoreau en Walden, el Waldenpunk se sumerge en los bosques, abrazando la anarquía natural y deshaciendo los lazos con el consumismo y otros tentáculos de la modernidad. Es un acto de rebelión contra la complejidad artificial del mundo moderno, contra las construcciones artificiales que han llegado a dominar la vida moderna, una búsqueda de la autenticidad en el latido del corazón palpitante de la naturaleza.
Tal como Thoreau encontró en la naturaleza una fuente de introspección y autodescubrimiento, del mismo modo, el Waldenpunk se adentra en los bosques y lo salvaje no solamente para encontrar respuestas, sino para sumergirse en el misterio de la existencia. La práctica meditativa del Waldenpunk, como la de Thoreau, busca perderse primero en la vastedad de la naturaleza y luego en uno mismo, encontrando en la quietud del entorno natural un espejo para la exploración interior; uno que permita ver a través de los espejismos y delirios. En Walden y en el Waldenpunk, la naturaleza se convierte en el maestro y el santuario, y la vida más allá de las restricciones autoimpuestas se convierte en una declaración de independencia frente a las cadenas del mundo moderno. En Walden, Thoreau se hundió en sí mismo, surgiendo no sólo una versión de sí más ecologista, sino también más radicalmente opuesta a la opresión. En Walden, Thoreau se hundiría en la emboscadura de la que Ernst Jünger hablaría más tarde, en 1951, en su Der Waldgang.
Walden es todos los bosques, es el Aleph, «es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos», como diría Jorge Luis Borges.
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El concepto del numinoso, presentado por Otto en su obra Das Heilige, describe una experiencia de lo divino que evoca un sentido de temor reverencial y fascinación, la sensación de terror absoluto al encontrarse el ser humano al borde del Vacío. Sumergiéndose en la naturaleza salvaje, el excursionista busca un encuentro auténtico y profundo con lo trascendente, en el cual el individuo se encuentra inmerso en la vastedad de la naturaleza y se conecta con algo más allá de lo mundano, accediendo a manifestaciones sagradas entre medio de las dimensiones profanas. La experiencia de emboscarse se transforma en una oportunidad para explorar en lo desconocido, en lo que tiene la capacidad de generar asombro y admiración, confrontar lo inexplicable y trazar senderos en las agrestes topografías de los mundos interiores y también, mediante la confrontación con lo salvaje y lo primitivo en la naturaleza, indagar en lo tremendum, el aspecto aterrador e incomprensible de lo divino. La inmensidad de los paisajes naturales puede evocar una sensación de temor ante la grandeza y la complejidad de la vida fuera de las comodidades de la sociedad y tecnología modernas; sumergirse en el misterio que atrae y repulsa, el mysterium tremendum et fascinans, envuelve al individuo en lo profundo de lo desconocido, ya sea que éste busque lo divino o la autenticidad de la vida.
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Más allá de la connotación negativa inicial de la palabra, en el ‘punk’ se corporeiza lo contestatario, la reacción al mundo no sólo por ser lo que es y como es, sino también a la percepción de la realidad sobre el mismo mundo y cómo procedemos respecto de él ante nosotros mismos. Waldenpunk es contestar al masoquismo ecológico occidental con voluntad de vivir, mediante el internamiento en el bosque, lo salvaje y la anarquía, un consolamentum donde el aire húmedo nos lleva de vuelta al vientre ctónico primordial de Gaia, un lugar donde el ser individual se funde con la tierra, donde la resiliencia y la adaptación no se ven como sacrificios ni como conceptos vacíos repetidos por relatores de coaching ontológico en departamentos de recursos humanos, sino como la danza esencial y cruel de la vida. En este rincón del pensamiento, el individuo no se diluye, sino que se descubre y florece, enraizado en la esencia misma del ser y la conexión con el mundo. Magia práctica pero no para develar los misterios de la naturaleza, sino para perderse en ella primeramente en el viaje extático que se remonta a la religiosidad paleolítica cazadora-recolectora, para perderse posteriormente en uno mismo, en el viaje meditativo que Der Anarch realiza para posicionar su soberanía individual mirando hacia el futuro. Con el anarca, Ernst Jünger personifica, en su novela Eumeswil, la lucha por la independencia y la autodeterminación, que busca liberarse de las estructuras opresivas y abrazar la autenticidad de la existencia. Refugiándose en lo salvaje y lo primitivo, Der Anarch deambula por los márgenes de la sociedad, buscando la emancipación personal en medio de la anarquía y la turbulencia.
Al emboscarse, el ser humano no sólo se compromete en una actividad física, sino en un viaje hacia la propia soberanía. Mientras que, en el Waldenpunk, la naturaleza se convierte en un catalizador para el descubrimiento interno, con la emboscadura Jünger simboliza una travesía hacia la autodeterminación y la mirada hacia el futuro. En la unión de estas ideas resuena un llamado a escapar de las ataduras de una sociedad que sofoca la libertad individual; una búsqueda de liberación tanto de las estructuras sociales como también de las cadenas internas que limitan la expresión auténtica del ser.
En Waldenpunk convergen las raíces de la defensa de la individualidad a la que Emerson elogiaba en sus palabras. Así como el río fluye en su propio cauce único, Emerson abogaba por la autenticidad intrínseca de cada ser humano. Esta misma corriente vital recorre el corazón del Waldenpunk, donde el individuo busca refugiarse en lo primitivo, lo salvaje, como expresión genuina del yo interior—una manera cruda de experimentar la realidad. Instaba a confiar en sí mismo, Emerson creía que la verdadera grandeza emerge de la honestidad consigo mismo. En el espíritu del Waldenpunk, esta confianza se fusiona con la magia de la naturaleza, liberando al ser humano de las cadenas de una sociedad impuesta. Así como Thoreau se retiró a Walden para vivir deliberadamente, el Waldenpunk lleva este retiro a un plano aún más profundo: la pérdida deliberada en lo salvaje, donde la individualidad se nutre y se afirma en el tejido mismo de la naturaleza.